miércoles, 5 de julio de 2017

Secretos de familia



Secretos de Familia




Han pasado unas horas y ya has comenzado a mamar. Siento cómo mi leche fluye con cada uno de tus sorbos; el calor que emana tu piel sobre mi pecho. Ya no te llevo dentro, pero todavía dependes de mí, es mi cuerpo el que te alimenta. Eso compensa el vacío que me has dejado. El dolor aún no me ha abandonado y unos insistentes pinchazos me recuerdan el desgarro que me has provocado. Mas no me importa, te amo y te protegeré siempre. Eres un bebé enorme, un varón. Apenas abres los ojos y tu piel arrugada aún mantiene el color azulado de los recién nacidos. No obstante, percibo en ti la fuerza de tu padre. Tu mata de pelo negro rizado y abundante, me hace intuir que serás el reflejo de mi amado. También sé que es la forma que tiene Dios de vengarse de mí; de hacerme pagar por mi traición. Porque estoy segura de que fuiste concebido la noche que le corté su espesa cabellera arrebatándole su fuerza. Noté cómo su simiente arraigaba en mis entrañas cuando ya lo habían prendido. En el mismo momento que recibía la bolsa con las monedas de plata.
Después hui de su mirada; me odié por lo que hice. Arrepentida, lloré durante horas y a punto estuve de arrojarme por aquel acantilado. Ya en el mismo borde del abismo, volvió ese pequeño pinchazo y mi intuición de mujer me dijo que no estaba sola. Que algo crecía en mi interior.
Me tragué la vergüenza y la culpa. Decidí marcharme. Usar el sucio dinero para procurarte un hogar. Jamás podré confesarte quién era tu padre. Ni una palabra sobre sus hazañas; ni que derrotó a tres mil hombres con una mandíbula de burro como única arma; ni que mató un león con sus propias manos…

Sé que conforme crezcas serás mi alegría y mi orgullo, aunque también el recuerdo de mi pecado, de mi traición, de mi codicia. Ya que estoy segura de que vas a ser la viva imagen del héroe. Por eso me fui tan lejos, porque nunca debes averiguar quiénes eran tus progenitores. Por tu bien y por tu seguridad me llevaré el secreto a la tumba. Mentiré, me inventaré una historia, pero nunca sabrás que, en realidad, eres el hijo de Sansón y Dalila.        

domingo, 2 de julio de 2017

PRÓLOGO

Prólogo


Iskandar terminó su último rezo en la soledad de su diminuto habitáculo dentro del modesto nicho-hotel que había alquilado. Se vistió con un carísimo nano-traje propio de un colono, metió el resto de sus pertenencias en una bolsa y se cubrió con un abrigo largo. No debía despertar ninguna sospecha, y que un colono abandonara ese antro era, cuanto menos, llamativo. Ensayó el acento y los gestos durante cinco minutos más. Ya no había marcha atrás. Trató de disolver el miedo y los nervios recordando los meses de preparación y lo mucho que odiaba a La Federación. Esos malditos infieles tendrían hoy su merecido y él sería el instrumento de Dios. Todos lo recordarían. Se imaginó entrando esa misma noche en el paraíso y que, al llegar, sería aclamado por sus hermanos.
Abandonó el edificio y, al salir al exterior, percibió cómo el traje aumentaba de peso para simular la gravedad terrícola. Tras el desconcierto inicial, esto lo reconfortó: en los tres días que llevaba en la Luna había sufrido cambios de peso cada vez que salía o entraba en alguna edificación, dependiendo de si poseía o no gravedad artificial. Elevó la vista para contemplar la inmensa caverna donde se encontraba. Un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar que estaba en el espacio y que, detrás de ese techo rocoso, se encontraba el gélido vacío.
—¿Cómo se puede vivir aquí? ¡Esto es obra del demonio! —murmuró en su idioma natal.
El reloj y la iluminación atenuada le aseguraban que estaba anocheciendo. Guiado por el sistema de orientación de sus lentillas digitales, se dirigió a la estación del moderno magneto-tren que salvaba los cincuenta kilómetros de distancia entre los dos mundos. Allí también se encontraba el control fronterizo de la zona terrícola. Por el camino, entregó la bolsa con sus pertenencias a una mujer que se encontraba con su hija en un improvisado refugio entre los huecos de la caverna. Las dos tenían deformaciones horribles debido a la falta de gravedad. En realidad, le costó decidirse entre la multitud de desgraciados que pululaban a su alrededor. En esto no se diferenciaba demasiado de la Tierra o, por lo menos, de todos los lugares que había conocido. Sin embargo, en la Luna, no poder costearse un nano-traje y una vivienda con gravedad artificial suponía una catástrofe para la salud.
—Todo es culpa de La Federación y de los infieles que la habitan —pensó, recreándose en el odio que fluía por sus venas.
Decidió abandonar el chaquetón en un rincón cuando entró en la zona de ocio de la colonia. Allí era habitual cruzarse con colonos que entraban y salían de los diversos locales: casinos, burdeles, bares de copas, el estadio de combates de avaboots… Comenzó a caminar de forma diferente, simulando la altanería de los ciudadanos de La Federación. Rechazó diversos ofrecimientos de todo tipo: drogas, mujeres, jovencitos, niños, niñas… En ese lugar, los colonos eran los reyes.
Divisó la frontera. Faltaban veinte minutos para la salida del próximo magneto-tren. Los guardias eran selenitas terrícolas, así que cruzar este control sería relativamente sencillo. El otro, en cambio, el que se encontraba en territorio de La Federación, era infinitamente más seguro, pero a Iskandar no le importaba, no necesitaba llegar tan lejos. Con disimulo, extrajo una cápsula de uno de los bolsillos y se la introdujo en la boca, la mordió y un ligero amargor inundó su paladar. Conforme se acercaba al puesto de control, los efectos de los neurotransmisores de la droga comenzaban a surtir efecto: el miedo desapareció por completo y una letal calma, como la que precede a un huracán, recorrió su anatomía.
Su ensayado acento y la documentación falsa le permitieron entrar en la estación sin problemas. Pagó el billete y esperó en el andén mezclándose entre los colonos, observando al enemigo, despreciándolo… Todos mostraban una estúpida satisfacción en sus caras. Algunos, con claros síntomas de embriaguez, hablaban alto y reían.
—Yo les borraré sus risas —pensó mientras su mano acariciaba involuntariamente un pequeño bulto que sobresalía en la parte baja de su espalda, dentro de su piel.
La estación estaba acristalada. Se podía contemplar la hermosa desolación del desierto lunar. Iskandar levantó la vista hacia el cielo tratando de hundir su mirada en aquella asombrosa negrura, solo rota por los diminutos puntos brillantes de las estrellas. Cerró los párpados tratando de fotografiar en su mente aquel hermoso espectáculo. Una extraña corriente de aire lo sacó de sus cavilaciones. Giró la cabeza en el mismo sentido que la multitud y observó un punto de luz que se aproximaba por el túnel transparente. Se adelantó. Era importante elegir un buen lugar. Se colocó la diadema y ordenó mentalmente a sus lentillas digitales que le mostraran el programa con la estructura del vehículo. Consiguió entrar de los primeros, pero no se sentó. Guiado por la realidad aumentada de las lentillas, eligió un lugar que, aunque incómodo, era lo que necesitaba para la misión.
Una vez lleno, el tren magnético comenzó a acelerar. Iskandar, apoyado contra el cristal del primer vagón, activó el programa que controlaba la bomba alojada en su cuerpo. Debía estallar a medio camino. En la simulación que las lentillas reflejaban en sus retinas, unos números empezaron con la cuenta atrás. El terrícola comenzó a perder aplomo. Su instinto de supervivencia decidió entablar una encarnizada batalla contra sus convicciones y las drogas. Decidió tomarse otra cápsula y ordenó a sus lentillas que le mostrasen textos del libro sagrado.

Cuando quedaban cinco segundos para la detonación, rezó en voz alta los últimos versos apretando su espalda contra el cristal. Los pasajeros lo miraron sorprendidos, pero ya estaba hecho: nada podría detenerlo...

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miércoles, 10 de mayo de 2017

LA TORTURA DEL OMNISCIENTE (Relato)

Ahora que lo sé todo añoro la ignorancia. Ya no consigo disfrutar de la belleza de las espirales galácticas, ni de las supernovas, ni de la oscuridad de los agujeros negros, ni de los pequeños planetas donde surge la chispa de la vida, ni de las eternas migraciones de los incorpóreos... Para mí ya todo se reduce a fórmulas matemáticas, a simples ecuaciones. Ahora que consigo viajar entre las membranas dimensionales, y que comprendo el origen y la dirección de la gravedad. Ahora que mi conciencia se expande por el infinito a través de la fuerza oscura. Ahora que conozco el destino del Universo y mi función dentro del todo. Sí, es ahora, cuando extraño mi antiguo cuerpo biológico: las limitaciones, la curiosidad, la incertidumbre, el dolor, el placer, el miedo, la emoción, el amor... Sí, eso también son ecuaciones, puede que complejas e imposibles para una mente individual, pero demasiado sencillas para la mía. Porque yo nací en un mundo rocoso, tuve una madre y una vida mortal, incluso un cuerpo capaz de generar otro ser. Pero también tenía una curiosidad infinita que me hizo renunciar a todo por el conocimiento. Eso ocurrió hace mucho tiempo, trece giros cósmicos atrás. Mi mente ansiaba saber, era una necesidad, una droga. Conforme aumentaban mis conocimientos surgían nuevas preguntas, y lo hacían de forma exponencial. Una vida no iba a ser suficiente, así que descubrí la forma de superar mi propia biología, transcender y prevalecer a la muerte. En un principio ayudado por máquinas, hasta que aprendí la sinfonía de las diecisiete vibraciones de la materia, entonces pude dejar atrás cualquier caparazón y expandirme por la antimateria. Esto me permitió asimilar otras inteligencias, diferentes procesos cognitivos derivados de diversas formas evolutivas.  
Ahora sé que, en realidad, no tuve opción. Lo descubrí hace medio giro, siguiendo las pistas que me dejó mi predecesor. La verdad de mi existencia me fue revelada y, también, la colosal tarea que debo realizar. El flujo gravitacional se está deteniendo y el proceso de compresión ha comenzado. Eso significa que me corresponde a mí volver a programar la inmensidad antes de la próxima explosión. En mí recae la responsabilidad de mantener el ciclo. Debo determinarlo todo de nuevo, desde el más insignificante quark hasta el cúmulo de mega-estrellas más masivo. Y eso es una tarea titánica, incluso para un ser de mi envergadura.
Estoy cansado, agotado y abrumado, menos mal que el fin está cerca…


Luis Ángel Fdez. de Betoño

jueves, 13 de abril de 2017

MI HÉROE (Relato)


Nunca pensé que cavar un hoyo fuese tan duro. Llevo casi tres horas y ya es noche cerrada. Menos mal que, además de la pala, compré una luz de camping. Me sangran las manos, tengo calambres en los brazos y todo el cuerpo resentido. Pero el dolor y el esfuerzo físico me están ayudando a mitigar la angustia. Me hacen olvidar el motivo por el cual estoy aquí. A punto he estado de desfallecer en varias ocasiones, sin embargo, mirar la bolsa y saber que está allí dentro, ha sido un poderoso revulsivo que me ha obligado a seguir con mi tarea. Creo que ya está, estoy hundida hasta la cintura. Supongo que tengo un aspecto terrible, empapada en sudor, llena de barro y metida en este agujero. Espero que no pase nadie por aquí porque seguro que termino en un manicomio.
—Pero… ¿cómo iba a dejar que te arrojaran a cualquier sitio? No, no después de todo lo que has hecho por mí. Seguro que aquí estas mejor, sé que te encantaba corretear por este lugar. Éramos felices cuando abandonábamos la ciudad y nos pasábamos horas caminando por estos bosques
Estiro la mano y, agarrando el saco, lo acerco a su tumba. Saco una pequeña navaja de mi bolsillo para rasgar el plástico y sacarlo de este horrible envoltorio. Su cuerpo aún está frío, pero al acariciar su pelaje descubro que la sangre se ha descongelado y empapa mis manos. No me importa, incluso me apoyo encima de él, con mi rostro cerca de su oído, como si aún pudiera escucharme.
—Ya sabes que al principio fui una estúpida. Yo nunca había convivido con alguien de tu especie. Ni tan siquiera me explico cómo me convencieron para aceptarte. Hasta tu nombre, Rocky, me pareció absurdo. Me llenaste la casa de pelos; los primeros días no te comprendía: tu obsesión por lamerme, tu necesidad de caricias, que anduvieras todo el rato detrás de mí… Pero tú seguiste insistiendo y poco a poco —incansable y con una paciencia infinita— conquistaste mi destrozado corazón. No solo eso, sino que comenzaste a recomponerlo. Aunque he de reconocer que fue aquella tarde. Cuando paseando por la calle nos encontramos con él. Me llamó y se acercó mostrando su máscara de niño bueno, ignorando la orden de alejamiento. Yo me quedé paralizada, noqueada por su presencia, aún no me explico ese poder que tenía sobre mí. Ni tan siquiera fui capaz de activar el teléfono de socorro. Pero tú lo supiste, no lo habías visto nunca, y aun así adivinaste que era él. Tal vez olfateaste mi miedo, o su maldad, o pudo ser ese sexto sentido que sospecho que posees. Nunca te había visto así: con tu hermoso pelo negro erizado y tus orejas tan tiesas; tampoco me había percatado del tamaño amenazante de tus colmillos; de tu pecho salía un gruñido gutural, poderoso. Él, mi demonio, vino hacia mí, pero le dejaste bien claro que tres metros iba a ser la distancia máxima que le ibas a permitir acercarse. Se enojó, claro, ¿cómo no? Y se quitó la careta de falsa inocencia. Comenzó con los insultos y amenazas, tú le contestaste con unos poderosos ladridos, y, por primera vez, lo vi retroceder. Fue entonces cuando reaccioné y mis labios escupieron todo lo que pensaba de él. Finalmente se rindió y se marchó humillado, clavándome su mirada de odio. Aunque me mantuve firme, me sentí poderosa, dueña de mi destino. Después me arrodillé y te abracé entre lágrimas. Volvías a ser ese animal dulce y cariñoso. Fue la primera vez que dejé que me lamieras el rostro. Allí en medio de la calle, ignorando las miradas de los viandantes…
Una bola de acero que se ha formado en mi garganta me impide seguir hablando. Así que agarro el cuerpo y lo arrastro hasta el fondo. Me tomo un tiempo en acomodarlo. Está muy rígido, pero aun así consigo colocarlo en su postura favorita. La congoja apenas me deja respirar y me pican los ojos. Ayudada por las manos salgo de un salto. Encorvada y con las palmas sobre las rodillas, logro calmarme. Me giro para contemplarte por última vez y continúo con nuestra despedida:
—Después de aquel día mi espíritu de mujer comenzó a recomponerse: aprendí a reír de nuevo; regresé al trabajo; nos apuntamos en el grupo de montaña; me compré ropa nueva; volví a ser consciente de mi belleza… Éramos inseparables, lo organizaba todo en función de que tú pudieras acompañarme. Me hiciste feliz, amigo mío, muy feliz…
Un nuevo acceso de lágrimas me impide seguir hablando. Así que agarro de nuevo la pala y, con rabia, comienzo a cubrir el cadáver con la tierra que he amontonado. Un minuto después desaparece de mi vista. Entro en su tumba porque me parece que, con el fin de evitar que las alimañas puedan desenterrarlo, debo compactar el fondo antes de continuar. Utilizo la hoja para golpear el suelo, lo hago con fuerza, dejando fluir la furia. Cuando estoy satisfecha, vuelvo a salir y apoyo mi herramienta en el suelo con las dos manos agarrando el mango. No dejo de jadear, de modo que me inclino y, colocando el pecho sobre mis nudillos, dejo que la pala soporte parte de mi peso.
—Sabes… no dejo de rememorar aquella noche. Tú lo intuiste… ¿verdad? Lo sé porque dejaste tus asuntos caninos y, nervioso, te volviste hacia mí. Recuerdo que fue entonces cuando surgió de entre los arbustos del parque. Yo me quedé paralizada por el terror, sobre todo cuando vi brillar el filo del enorme puñal que portaba. Pero tú no, no dudaste, te abalanzaste sobre él derribándolo. Soy consciente de que todo pasó muy rápido, aunque a mí se me hizo eterno. Los dos rodabais por el suelo, tú le mordías con saña y, por un momento, pensé que ibas a vencer. Pero él comenzó a darte cuchilladas en el lomo. A pesar de todo, no te amilanaste y continuaste luchando sin descanso. Comprendí que te iba a matar, fue entonces cuando algo despertó en mi interior, un impulso brutal, arcaico, primitivo, que nacía de mi necesidad de protegerte. Luego observé la piedra, rodeada por el círculo de luz de la farola. Sin saber muy bien cómo, la agarré. Sentí su peso, su tacto rugoso, sus aristas. Entonces me arrojé sobre el demonio, poseída por una furia que jamás había experimentado. Al segundo golpe sentí que su cráneo quebraba y —en esto sí que le mentí al juez— supe que si continuaba acabaría con él. No sé cuántos le di. Lo último que recuerdo con claridad es que trataba de taponar tus heridas abrazándote, mientras los uniformados trataban de arrancarte de mis brazos. Luego vino el pinchazo y todo se volvió negro…
Continúo con mi trabajo hasta cubrir la tumba por completo. Cuando termino me arrodillo y digo:
—Ya sé que para el resto eres solo un animal, yo misma lo hubiera pensado un año atrás. Pero yo sé que no es cierto, en realidad, eres un ángel, un ser divino que se enfrentó al Diablo, y no solo eso, sino también me enseñaste a hacerlo a mí.
Gracias amigo, gracias por todo, te prometo… No, ¡te juro por lo más sagrado! ¡Que nunca nadie jamás, volverá a maltratarme!


Luis Ángel Fdez. de Betoño
      

     

viernes, 31 de marzo de 2017

PLANETA PROHIBIDO

Planeta prohibido es una película de ciencia-ficción estadounidense de 1956 dirigida por Fred M. Wilcox y protagonizada por Walter Pidgeon, Anne Francis y Leslie Nielsen.

Director: Fred M. Wilcox
Adaptación de: La tempestad (William Shakespeare)
Guión: Cyril Hume, Irving Block, Allen Adler
Música compuesta por: Bebe Barron, Louis Barron

Sinopsis
En el siglo XXIII la cosmonave de los Planetas Unidos C-57-D , tras doce meses de viaje, llega al sistema solar Altair situado a dieciséis años luz de la Tierra. Su destino es el planeta Altair IV, y tienen la misión de averiguar qué les ocurrió a un grupo de científicos, enviados allí veinte años atrás.
Al aterrizar se encuentran con el Dr. Eduard Morbius y su hija Altaira —el único personaje femenino—, acompañados por Robby, un simpático robot...
Opinión personal 
    Antes de nada quiero recordar que la película fue rodada en 1956 —eso son más de seis décadas—, por eso hacen falta unos minutos para acostumbrarse a unos arcaicos efectos especiales, una forma de hablar un tanto rimbombante, a la música psicodélica y a los clichés de la época. Sin embargo, una vez que se supera el primer impacto y siendo un poco flexible, se comienza a disfrutar de una buena historia de Ciencia-Ficción con un argumento excelente. Me llamó la atención un detalle que surge en los primeros minutos del metraje, y es que los tripulantes de la nave se colocan debajo de unas cabinas supresoras de inercia cuando van a reducir la velocidad, algo que pocos filmes tienen en cuenta —ya que una deceleración demasiado rápida destrozaría a los ocupantes—.
    No quiero hablar más sobre la trama para no desvelar detalles, ya que considero que es importante que el espectador la vaya descubriendo conforme avanza la película.
Altaira y Robby en una escena de la película.
Quiero destacar la presencia de Robby, un carismático robot que ha logrado conquistar mi corazón. 


   En el lado negativo está el cocinero, que no entiendo por qué se pasea por un planeta desconocido con el gorrito y el mandil. Además, cada vez que intervine es para decir alguna estupidez, entiendo que está para darle un toque de humor a la historia, pero a mí se hace muy cargante.
  También rasca mucho la inevitable historia de amor entre Altaira, la hija del Dr. Morbius, y, cómo no, el comandante de la expedición (Leslie Nielsen, sí ese, el de las películas cómicas). Aunque mirándola con cariño consigue arrancarte alguna sonrisa. Él es un adusto militar y ella, una inocente rubia con cara de nada y minifaldas imposibles que jamás había visto a un hombre joven y ahora se encuentra con dieciocho maromos de golpe. La bella zagala pasea entre la tripulación luciendo modelitos sin entender por qué la miran así. Ellos, al verla, saltan como macacos en celo debido a que llevan un año de celibato forzoso. Destaca el comportamiento ruin y rastrero que el teniente tiene con ella —un auténtico buitre, vamos—. 
   En definitiva, es una película que considero que todo aficionado a a la Ciencia-Ficción debe ver, por lo menos, una vez en su vida. Entre otras cosas porque descubrirá que ha inspirado a muchas otras que la siguieron.


Luis Ángel Fdez. de Betoño     
   
  
    

sábado, 18 de marzo de 2017

¡Papá, Papá, mira! (Relato)



—¡Papá, Papá! ¡Mira! —Es la cuarta vez que me llama, así que apuro el cigarro y lo entierro con el pie en el barro de la huerta.
Entro en el almacén y me dirijo al corral. Un intenso aroma a humedad y excrementos de ave invade mis fosas nasales imponiéndose al sabor de la nicotina. Escucho pasos sobre mí y comprendo que está arriba.
—Pero… ¿dónde estás?  —pregunto aun conociendo la respuesta.
—Aquí Papá.
—Maldita sea —susurro mientras me arrepiento de haber usado la disculpa de llevarlo a ver las gallinas para escaquearme y poder salir a "echar un pitillo".
Tengo que subir por una escalera de mano, tosca y rudimentaria, que cruje y se tambalea con mi peso. Estoy convencido de que la fabricó mi difunto abuelo hace, por lo menos, cincuenta años. La mugre se pega a mis dedos y trato de no rozar ningún peldaño con las rodillas para salvar los pantalones. Cuando llego arriba y asomo la cabeza necesito unos segundos para habituarme a la penumbra.
—¡Mira Papá! —Noto como la ira me invade al ver el lamentable aspecto que presentan sus ropas estrenadas para la ocasión.
Nos encontramos en la casa familiar que vio nacer a mi padre. Cumpliendo con una de las dos comidas anuales. Tanto la vivienda como el resto de los edificios aledaños han sufrido diferentes obras y mejoras, sin embargo, este espacio ha sobrevivido intacto al paso de los años. Reconozco el desván, está igual que cuando mi primo, mi hermano y yo correteábamos por sus rincones ignorando el polvo y la suciedad, allá por los ochenta. El sol de invierno consigue atravesar unas ventanas, que el tiempo y el olvido han convertido en translúcidas, formando una fantasmagórica niebla de partículas en suspensión que juega con los recuerdos de otro siglo. El techo, en forma de uve invertida, es un entramado de vigas de roble que se retuercen y se combinan para sujetar las tejas.    
Al ver los ojos de mi hijo el enfado se disuelve como un terrón de azúcar en la leche. Comprendo que no puedo juzgarlo con mi mirada de adulto. Él aún mira a través del espejo de Alicia y acaba de descubrir un lugar maravilloso, plagado de tesoros por descubrir.
—Papá, ¿y esto qué es? —Interrumpe mis cavilaciones señalando un apero de labranza que consiste en cuatro tablas unidas en paralelo y en las cuales han incrustado un sinfín de piedras de sílex.
—Es la vieja trilladora —contesto con seguridad de autómata mientras termino de acceder a la buhardilla de un salto—. Ahora es veinticinco años más vieja. —Un pinchazo en la rodilla me recuerda que, en realidad, son treinta y cinco.
—¿Y para qué sirve?
—Para trillar… —respondo tratando de aparentar que sé de lo que hablo.
—¿Y esto qué es?
—Una yunta de bueyes, sirve para amarrar dos bueyes y que tiren de los aperos de labranza—. Explico, aliviado por dejar atrás el tema de la trilladora.
Mi hijo corretea y pregunta sin descanso el nombre y usos de los diferentes objetos que se esconden por allí, arruinando aún más sus ya maltrechas ropas. Yo, por mi parte, me explayo o desvío la atención en función de mis conocimientos. De repente, sin previo aviso, por culpa de alguna extraña conexión neuronal, un recuerdo que creía olvidado atraviesa mi mente. Sin disimular la excitación, avanzo por centro que, aun siendo la parte más alta, me obliga a caminar encorvado. Los tablones crujen y se arquean por mi peso. Siento que el niño salta detrás mío emocionado, intuyendo que va a ocurrir algo emocionante. Me detengo al final, a menos de un metro de la pared de piedra. Miro a los dos lados, aunque sé que lo que busco está en la derecha. Al quedarnos quietos el silencio nos muestra que no estamos solos y escuchamos como los habitantes del desván se escurren entre sus secretos. Avanzo hacia el rincón, la pendiente del techo me obliga a agacharme y recorro el último tramo de rodillas sin importarme lo que les pase a mis chinos. Con mi pelo engominado destrozo el laborioso trabajo de docenas de arañas. Mi hijo me sigue manteniendo un expectante silencio.
—¿Qué buscas, papá? —Me pregunta aprovechando un instante de duda.
—Un tesoro.
—¿Cómo el de los piratas? —Sus ojos no pueden estar más abiertos.
—No exactamente. Es algo que escondimos hace años.
Antes de retirar el saco vacío, doy unas palmas con la intención de espantar a posibles criaturas escondidas. Agarro la tela raída y la lanzo unos metros. La nube de polvo nos hace estornudar a los dos. Aún tengo que apartar un par de neumáticos antes de llegar a la caja de madera. Es un poco más grande que una de zapatos. Mientras abro la tapa y escucho el sonido de las pequeñas bisagras oxidadas, no puedo evitar preguntarme cómo hay reaccionar ante un mordisco de rata. Por fortuna, solo aparecen dos arañas que huyen asustadas.
—¡Cuidado papá! ¡Qué te pican!
Ignorando la advertencia me deshago de ellas de un par de manotazos.
—¡Aquí están! —exclamo al comprobar que siguen estando allí.
El niño asoma la cabeza por encima de mi hombro. Alarga la mano un tanto reticente, pero se decide por agarrar una y la observa minuciosamente manteniendo un silencio reverencial.
—¿Y esto qué es? —Me parece sentir un ligero tono de decepción.
—Son chapas de refrescos, mira—. Cojo una de ellas y la giro entre mis dedos. —Las conseguíamos en el bar, buscábamos las que no estuviesen demasiado dobladas. Aquí dentro les pegábamos las fotos de nuestros ciclistas favoritos—. Dedico un rato a buscar alguna cara reconocible, pero el tiempo las ha borrado.
—¿Y para qué sirven?
—Para jugar a las chapas.
—¡¿Para jugar?! —Sus pupilas se dilatan hasta un diámetro imposible—. ¿Me enseñas?
—Sí claro—. Coloco la que me parece que está en mejor estado sobre el suelo y, combinado el dedo gordo con el índice, golpeo a mi supuesto corredor que recorre unos dos metros dejando un surco en la mugre que cubre el piso.   
Mi hijo hace lo mismo, pero el suyo solo consigue avanzar medio metro paralelo al mío.
—¡Qué divertido! Hemos ganado los dos —afirma con rotundidad antes de volverse para buscar otra chapa.
Observo los dos caminos que me parecen una alegoría de la existencia. Una de las reglas del juego, era que no se podía retroceder. Al igual que en la vida, siempre había que avanzar hacia adelante.
—Hijo… —le digo aun sabiendo que no me escucha, está demasiado pendiente colocando otra de las chapas—. No tengas prisa por crecer, cuando quemas una etapa ya no vuelve nuca más.
Me ignora y continúa con lo suyo, al rato me mira y dice:
—Papá, ¿estás llorando?
—No, ¡qué va! —Miento y me sacudo el polvo de las manos nervioso—. Es que se me ha metido algo en los ojos.


Luis Ángel Fdez. de Betoño    
  

sábado, 11 de marzo de 2017

¿Estamos imponiéndonos una dictadura?

   Desde hace unos días se está produciendo en mi ciudad —Vitoria-Gasteiz— un intenso y encendido debate debido a un concurso, promocionado por una discoteca, llamado "Miss Colita Sexy". El evento premia con doscientos euros a la fémina que demuestre tener el trasero más atractivo y anima a participar a todas las mujeres. 
Personalmente opino que es un acto involutivo, ridículo y chabacano. Además, como padre de una niña preciosa, me daría un ictus si mi hija —en futuro, ya que aún es muy pequeña— decidiese participar en un acto semejante. Pienso lo mismo de las salas de "streptease", los concursos de misses y misters, calzoncillos mojados, etc...
Dicho esto, se me ponen los pelos de punta al ver que el gobierno municipal, que como todos sabemos está compuesto por políticos, vaya a PROHIBIR el susodicho concurso. Apoyado, además, por el resto de partidos y, como no, por los guardianes de la nueva moralidad basada en lo políticamente correcto. Aduciendo que es denigrante para la Mujer.
Alegar que censuran este espectáculo porque es denigrante para todas las mujeres es un acto de "mojigatismo" propio de otros tiempos y es algo en lo estarían de acuerdo: un cura, un imán, un integrante del famoso autobús y, esto es lo más curioso, un guardián de la corrección política. A veces tengo la sensación de que asistimos al nacimiento de una nueva religión. Puede parecer exagerado, pero los cuatro supuestos individuos que he citado tienen varias cosas en común: dogmas de fé o verdades absolutas; una supuesta superioridad moral; lenguaje propio; la necesidad de predicar —o imponer— sus creencias bajo el convencimiento de estar en posesión de la razón; la capacidad para utilizar el victimismo y la culpa de forma muy hábil; nula capacidad de autocrítica. Tampoco se puede razonar con ellos porque cuando les cuestionas alguna de sus ideas reaccionan de forma exagerada y agresiva. 
En definitiva, no se puede juzgar al colectivo femenino por el comportamiento de unas pocas. Si alguna mujer se apunta a este concurso lo hace de forma voluntaria y, si realmente se denigra a alguien, será a ella misma, aunque estoy seguro de que las concursantes —orgullosas de un trasero que les habrá costado cientos de horas de gimnasio—, no lo ven de esta forma. De la misma manera que yo no me siento humillado porque un "boy" se despelote delante de un grupo de féminas exaltadas celebrando una despedida de soltera. Es algo que yo jamás haría —tampoco tengo cuerpo para ello— ya que me parece ridículo, pero como dice el refrán: "Hay gente para todo". Denigrar es OBLIGAR a las personas a comportarse o a vestir de determinada manera, pero algo que se hace de forma libre y voluntaria, aunque sea estúpido, no es más que un ejercicio de libertad individual. 
La mejor forma de luchar contra este tipo de espectáculos —insisto en que no me parecen adecuados— es la más sencilla: no acudir y que no sea rentable promocionarlos. Pero otorgar al Poder la capacidad de prohibir es muy peligroso, ya que cuando conquista un espacio de libertad, no lo suele soltar. Yo, que ya tengo una cierta edad, tengo la sensación de que cada día tenemos menos libertad y que bajo los aparentemente inocentes y nobles verbos: "salvar y proteger" nos están imponiendo una sutil y férrea dictadura de la corrección política. No nos olvidemos que también quieren censurar canciones, obras de marionetas, y no se van a detener ahí, continuarán con las películas, los libros, la longitud de las prendas de ropa...



Luis Ángel Fdez. de Betoño

viernes, 10 de marzo de 2017

EL ESPÉCIMEN (Relato)

La senadora atravesó el umbral del laboratorio, sin reparar en los dos científicos, y con paso firme se plantó frente al cristal, que, con forma circular, mantenía al espécimen atrapado en su interior. Estaba desnudo, su cuerpo, plagado de cortes y cicatrices recientes, denotaba claros indicios de desnutrición. Llevaba puesto el casco virtual, caminaba pesadamente esquivando obstáculos invisibles, un láser infligía leves incisiones en sus castigadas piernas. La senadora dirigió su mirada a una de las pantallas, en ella se mostraba lo que estaba viendo la criatura en primera y en tercera persona: el ejemplar creía que se desplazaba por un bosque sin sendero, atravesando una zona cubierta de matorral espinoso. El otro monitor revelaba el estado físico del individuo. La mujer, después de estudiar unos segundos los marcadores de los biorritmos, se volvió hacia los dos biólogos que la miraban expectantes y con reverencia…
    —¿Qué tienen que decirme? —preguntó con la altanería despótica de quien ha nacido en la nobleza, sintiéndose superior.
     —Lo llamamos sujeto Alfa comenzó a explicar uno de ellos—. Pertenece al 9,87% de la población del planeta. Y tenemos malas noticias señora, no se rinden luchan hasta morir, incluso por encima de sus capacidades físicas teóricas.
     La senadora orientó sus orejas hacia su subordinado, en un claro gesto de no haber comprendido.
     —¡Explíquese!
    —Quiero decir que debería haber muerto unas treinta horas atrás, pero no comprendemos por qué continúa con vida. Sospechamos que cuando están fuertemente motivados son capaces de superar su propia biología y romper sus límites físicos.
      —¿Es eso posible? ¿Qué clase de motivación tiene ahora?
      —Está tratando de rescatar a su compañera y a su cría. Aunque se lo hemos puesto imposible, no le hemos dejado ningún resquicio y él lo sabe, pero a pesar de todo, continúa intentándolo.
      —Pero… eso es ilógico, ¿por qué no huye y busca otra fémina para procrear? Está claro que es un ejemplar formidable —al decir esto, la senadora estiró su magnífico y musculoso cuerpo, aumentado la diferencia de altura entre ella y los científicos, sin tratar de disimular el desprecio que sentía por ellos—, estoy segura de que hay muchas hembras humanas dispuestas a aparearse con él.
    —A eso nos referimos en el informe señora —dijo el de rango superior, agachando las orejas mostrando sumisión—. Un porcentaje de la población no se someterá jamás, no actúan por lógica, su parte sentimental se apodera de ellos, y además poseen el efecto contagio, la tendencia del resto de humanos, es la de seguirlos, se convierten en líderes, provocan devoción…
       —Ya, entiendo, nunca nos dejaran su planeta, no lograremos esclavizarlos y tendremos una guerra de baja intensidad continua. La única opción es aniquilarlos a todos, pero eso es absurdo.
     La senadora paseó lentamente rodeando la cabina ovalada, sin dejar de mirar al terrícola, meditando una importante decisión…
      —Está bien, creo que tienen razón, mejor nos olvidamos de este planeta, está claro que los inconvenientes superan a los beneficios.
        Dicho esto, golpeó los tacones en un gesto marcial y se dirigió a la puerta.
     —Señora —dijo el biólogo impidiendo que cruzara el umbral—. ¿Qué hacemos con el espécimen?
         Ella se giró de cintura para arriba y mirando al terrícola dijo:

      —Me lo voy a quedar, es interesante, enriquecerá mi colección privada, lástima que solo tenga dos piernas—. Mientras en su rostro se intuía una siniestra sonrisa.



Luis Ángel Fdez. de Betoño

jueves, 9 de marzo de 2017

EL INFIEL (Relato)

           Aparentemente soy un tipo que sale a correr, como tantos otros después de la jornada laboral. Me despido de mi mujer y mi hija vestido para la ocasión, zapatillas, mayas y camiseta. La noche artificial se cierne sobre la Estación Titán, lo hace a ritmo constante. La mayoría de los que vivimos aquí jamás hemos visto ningún atardecer natural, ni tan siquiera nuestros abuelos, pero no nos importa, en realidad estamos orgullosos de ello, nos aleja de nuestros eternos enemigos, los terrícolas.
         No logro evitar un angustioso sentimiento de culpa, especialmente por mi hija, aún es lo suficientemente pequeña para creer que su padre es una especie de súper-héroe. Pero no es cierto, soy humano, imperfecto y pecador, con deseos y anhelos incumplidos.
     La verdad es que no voy a correr, he recibido un mensaje de ella, indicándome que me espera en un nicho-hotel cercano a mi apartamento. La conocí en el trabajo, hace apenas dos meses, es una joven recién salida de la universidad, contratada en prácticas para el departamento que dirijo.
     Es más atractiva que guapa, especialmente cuando luce su espléndida sonrisa, aunque lo que más me gusta de ella, es su personalidad. Conectamos a la perfección desde el primer día; yo le explicaba el trabajo y el funcionamiento de la compañía, y ella escuchaba atentamente. Cuando me interrumpía, era para realizar alguna pregunta u observación inteligente.
      Antes de que pudiera darme cuenta, las conversaciones, que en un principio versaban sobre asuntos laborales, fueron derivando hacia temas personales, incluso íntimos. Inconscientemente, comencé a prolongar voluntariamente mi jornada, me costaba despedirme de ella, de su pasión por la vida, de sus planes, tal vez excesivamente ilusos, como corresponde a alguien joven que comienza a disfrutar de la libertad de un adulto.
    Nuestros cuerpos chocaban fortuitamente en demasiadas ocasiones, nuestros dedos se entrelazaban a la mínima ocasión, nuestras miradas hablaban su propio lenguaje. La besé por primera vez en el laboratorio, aprovechando la necesaria soledad que necesitaba el experimento. Fue un acto instintivo, temerario, aún me sorprendo por mi osadía. Pero ella respondió con pasión furiosa, atrapándome, apretándose contra mí, no deseábamos separarnos, perdimos la noción del tiempo y del espacio, casi nos descubren.
     Durante los tres días posteriores, traté de evitarla, arrepentido, avergonzado por mi comportamiento. Ella me dijo, sin que yo le explicara nada, que lo entendía y que me respetaba. Pero finalmente la pasión y el deseo que siento por ella vencieron mi resistencia, y una mañana le propuse salir a pasear por los jardines del disco seis, conocedor de que ella vive allí. Me sugirió que pasara a recogerla por su apartamento.
        Reconozco, que estuve unos diez minutos en el pasillo que llevaba a su puerta, sabedor, de que en realidad no íbamos a salir a caminar a ningún sitio. Especulé con la idea de rechazarla amablemente y quedar como amigos. Pero ni yo mismo me lo creía, la deseaba con todas mis fuerzas, ansiaba acariciarla, recorrer toda su anatomía, descubrir sus fantasías, sus secretos…
       Cuanto apreté el timbre de su puerta, temblaba como un niño instantes antes de cometer una travesura, sabía que estaba obrando mal, aunque, por otro lado, me sentía rejuvenecer, la sangre volvía a correr por mis venas. No quiero disculparme ni justificarme, pero mi mujer ya no mostraba ningún interés por mí, estoy convencido de que las pocas veces que hacíamos el amor, era para mi esposa, una especie de tarea doméstica, algo mecánico, carente de toda fogosidad.
     Al abrir la puerta me indicó que pasara, que aún no estaba lista, su apartamento olía a sándalo, un sensual holograma inundaba la estancia acompañado de una música suave e instrumental. Me dejé llevar y sobre su sofá terminamos lo que habíamos dejado a medias en el laboratorio…

       Salgo del ascensor y recorro en unos dos minutos los escasos seiscientos metros que me separan del hotel. Busco el número que me ha indicado y, con una creciente excitación, aprieto el botón de llamada. Tras cruzar el umbral necesito unos instantes para que mis ojos se adecúen a la escasa iluminación rojiza que se desparrama por los rincones. La estancia es pequeña, como corresponde a este tipo de alojamiento, dos metros de ancho por cuatro de largo, percibo como los pelos de mi cabeza rozan el techo, a mi derecha está el cuarto de baño.
Ella, enfundada en un ajustado vestido negro, está sobre la cama desplegable, apoyada sobre uno de sus codos, me sonríe, en su rostro se dibujan esos característicos hoyuelos que tanto me atraen. Me indica que me acerque, al sentarme en la alcoba intento quitarme las zapatillas, pero no lo consigo. Se abalanza sobre mí, yo cedo a su presión y me quedo tumbado apoyado sobre mi espalda. Sus manos me buscan y me encuentran totalmente erecto, siempre me ocurre en su presencia, un simple roce de ella es suficiente para encenderme. Siento una terrible presión, incluso me duele, noto cada fibra del músculo.
Me olvido de todo, nuestras lenguas se entrelazan en un beso interminable, ella está encima, totalmente preparada para mí, y no me refiero solo a que no lleve ropa interior. Encajamos a la perfección, su cálida humedad me envuelve, nuestros cuerpos se entrelazan, tengo la sensación de que nuestras terminaciones nerviosas conectan entre ellas. Baila sobre mí, yo entro en un nirvana de contenida excitación, me concentro en su placer, me olvido de todo y los remordimientos se disuelven. De alguna forma mágica, sé lo que tengo que hacer, sigo el ritmo de sus caderas, mientras mis manos buscan sus pechos bajo la tela. Danzamos al mismo ritmo, disfruto de sus orgasmos, saboreando un exquisito placer dominado.
Cuando está agotada cae sobre mi pecho y me coloco sobre ella. Me anima, me susurra frases increíbles que elevan mi autoestima masculina, ahora es su pelvis la que sigue la cadencia que le marco. Dejo escapar la tensión contenida, me vuelvo salvaje, irracional, hasta que exploto y me derramo en su interior, ella absorbe mi energía, la disfruta y culmina una vez más junto a mí.
Nos miramos en silencio, abrazados, disfrutando del momento, saboreo cada segundo que gasto a su lado. Hasta que la imagen de mi niña atraviesa mi mente como un destello, y el sentimiento de culpa, la losa del pecador hunde mi alma. Me siento miserable, quiero decirle que no nos podemos volver a ver, pero no lo consigo; porque no es cierto, la deseo, la necesito, solo pienso en ella, es algo maravilloso y doloroso, estoy atrapado en una descarnada batalla entre mente y corazón…
—¿Ya te tienes que marchar? —me pregunta compungida al observar la transformación de mi rostro en una máscara de mármol.
—Sí, lo siento, me gustaría quedarme, pero sabes que no puedo.
Contemplo su sonrisa y su expresión de cálida complicidad.
—Venga, márchate, tienes que ir con tu familia —me susurra tras un dulce beso.
Me visto con rapidez, en realidad, solo tengo que subirme el pantalón. Me despido y corro hacia mi rutina, hacia mi mentira, hacia la seguridad, hacia mi cárcel sin rejas…  
             




Luis Ángel Fernández de Betoño 

martes, 7 de marzo de 2017

LUCHADORA (Relato)




   Ya sé que no es el lugar más romántico del mundo, ni tan siquiera es bonito. Además, era una noche de marzo sin estrellas, sin lluvia, sin nada más que las luces de Madrid. Pero fue allí, en la T4, frente al control de pasajeros.      
   Allí estaba ella, aguantándose las lágrimas, sola, en un país extranjero, contemplando como su hermana atravesaba el arco de seguridad.     
   Sujetaba un bolso enorme que yo sabía que era su única posesión. La crisis había barrido su negocio, años de esfuerzo, ilusiones, planes… Pero no a ella, se mantenía firme, insultantemente segura, desafiante. En aquel momento la admiré como jamás lo había hecho con nadie, me sentí pequeño, ridículo por mis miedos y preocupaciones. Sí, fue allí cuando decidí que deseaba pasar el resto de mi vida con ella, consciente de que, en realidad, no me merecía una mujer así y comprendí la suerte que tenía de haberla conocido.
  Yo mantenía un discreto segundo plano cuando volvió a reparar en mí. Entonces, forzando una sonrisa, me dijo:
   —Ya todo va a volver a estar bien, no te preocupes.
  Su mundo se desmoronaba y, a pesar de todo, trataba de calmarme. Así que me adelanté y la abracé con todas mis fuerzas, porque… ¿Qué otra cosa podía hacer sino amarla?



Luis Ángel Fdez. de Betoño

martes, 21 de febrero de 2017

"EL TERROR" de Dan Simmons (Reseña)

Sinopsis
En 1847, dos barcos de la Armada británica, el HMS Erebus y el HMS Terror, que navegaban bajo el mando de sir John Franklin, están atrapados en el hielo del Ártico. En su anhelada busca del paso del Noroeste, parecen haber fracasado. Sin poder hacer nada por continuar su marcha y completar su expedición, rodeados del frío polar y de inminentes peligros, sólo pueden esperar a que llegue el deshielo que les permita escapar. Poco a poco, los días van pasando y las condiciones de supervivencia se vuelven más extremas; temperaturas que superan los cincuenta grados bajo cero, provisiones de comida escasas, el deterioro de los barcos o la llegada de enfermedades van mellando la esperanza de la tripulación Por si fuera poco, la extraña presencia de una criatura bestial y misteriosa hace que los hombres crean que se enfrentan no sólo a las condiciones naturales más adversas, sino también a fuerzas sobrenaturales que superan, por momentos, sus creencias y su razón. Con el tiempo y la llegada de las primeras muertes, fantasmas como el de la rebelión, el motín o el canibalismo hacen su entrada en escena, en un panorama desolador. Basada en hechos reales.

Opinión personal:

  Excepcional novela en la que Simmons nos lleva al Ártico a bordo de dos barcos británicos del siglo XIX. En ella podrás sentir las miserias y padecimientos de los expedicionarios rodeados por el hielo y por una continúa sensación de frío de la no logras librarte en toda la historia, así como la disciplinada vida dentro de un buque de la Armada Real Británica. Un relato de aventuras en el que el autor introduce una peligrosa criatura que les complica aún más la existencia, combinado con la vida y la mitología esquimal. Es un libro en el que podemos ver lo mejor y lo peor del ser humano, como ocurre en las situaciones límite.
    Otro aspecto a destacar es la técnica del autor, Simmons combina con gran maestría dos tipos de narrador en tercera persona. La trama avanza sin prisa entre continuos flashbacks y, aunque tiene un carismático personaje principal, nos la muestra desde diversos puntos de vista utilizando para ello a múltiples personajes.
     Llama la atención la gran labor de investigación que ha hecho el autor y que demuestra en cada párrafo del libro. Aunque —y que Simmons me perdone porque en este momento hablo como lector egoísta y desagradecido— en algunos momentos se extiende demasiado en aspectos navales utilizando, además, un lenguaje demasiado técnico que a mí me resultaba ininteligible y que me hacía pasar páginas y páginas sin apenas leerlas.
     En resumen, es una novela que me alegro de haber leído, me ha dejado un poso de sabiduría y un buen sabor de boca. Totalmente recomendable.


Luis Ángel Fdez. de Betoño

  

   



lunes, 13 de febrero de 2017

UN DIOS OLVIDADO (Relato)

       La fría brisa marina del Cantábrico golpea su rostro mientras corre por el malecón. Es uno de los primeros días del verano con sus agónicos atardeceres, en los cuales el viento norte impone su espartana ley obligando a los viandantes a cerrar las cremalleras de sus chaquetas. El joven incrementa el ritmo de su marcha, percibe como sus músculos han entrado en calor y disfruta. El paisaje es impresionante, a su izquierda una escarpada montaña y a su derecha el mar que le ha visto nacer. Con sus gélidas y furiosas aguas capaces de moldear la costa a su antojo. Las olas machacan con fuerza las maltratadas rocas, como ocurre muchas veces, sin que nadie sepa el porqué. Es como si se enojaran o necesitasen soltar energía contenida. Algunas incluso consiguen superar el muro y gotas de espuma salada humedecen los labios de los caminantes. La orografía del terreno le obliga a concentrar la vista en los baches que tiene que superar, cuando unos desgarradores gritos centran su atención… Al alzar la mirada observa como la sombra de uno de los dos niños, que jugaban a unos cincuenta metros por delante, se precipita al mar. El joven, en un acto instintivo salta sobre el murete que sobresale y consigue determinar el punto donde se hunde el infante… Son esos momentos donde la diferencia entre un héroe y un estúpido no está demasiado clara. Esos instantes en los cuales el tiempo se detiene, donde el cerebro consigue poner la vida a cámara lenta. ¿Qué le hace saltar a un hombre hacia una muerte casi segura tras un rescate imposible? ¿Los desesperados chillidos de una madre? ¿La corta edad de la víctima? Quién sabe… Tras los cinco metros de caída, el contacto con el frío del agua le hace sentir miedo, dudas… mientras reza por no golpearse con las aristas de alguna traicionera piedra…
         Un antiguo dios cantábrico contempla la escena, aburrido, indiferente. Los moradores de sus costas han olvidado su nombre, ya no le imploran, no le invocan, no realizan sacrificios en su honor. Sin almas de las que alimentarse, perece y se debita en una agonía eterna que durará eones. No le importan los asuntos humanos, incluso los desprecia. Para él son criaturas débiles, efímeras, volubles… Pertenece a otros tiempos, en los que las vidas eran cortas e intensas, cuando cada latido, cada inspiración eran pequeñas victorias contra el ángel de la muerte. Sin embargo, algo llama su atención, tal vez el acto heroico del joven; o los gritos desesperados de una madre que contempla como sus dominios se tragan a su hijo; o el valor que demuestra el niño al tratar de alcanzar la superficie. Es igual, nadie sabe cómo piensa un dios, ni tan siquiera uno de ellos. Los recuerdos acuden a él, historias de otra era cuando las gentes del Cantábrico lo veneraban; cuando las mujeres gritaban su nombre al desgarrarse en el parto y le rogaban que les trajera a sus hombres de vuelta de la mar o de la guerra; cuando sentía los corazones de los miles de guerreros dispuestos a morir y a matar en su nombre, en aquellas batallas en las que los reyes avanzaban en la vanguardia y había que mirar a los ojos del enemigo antes de asesinarlo. Sabe que su gloria no volverá y por eso hay veces que descarga su frustración contra la costa; otras en cambio, se relaja y trata de disolverse, de desaparecer entre las moléculas de agua y sal. Pero eso es imposible, un dios no desaparece, simplemente se debilita con el tiempo y sufre con cada milenio de soledad.
            El joven se desprende de la segunda zapatilla. La espuma enrojece sus ojos y trata de entrar en sus pulmones. El ruido es atronador y lo envuelve todo. No consigue nadar, zarandeado como una marioneta apenas logra mantenerse a flote. Las dudas le asaltan y no ve al niño, lo más probable es que ya se lo haya tragado alguna corriente. El miedo lo agarra y lo estruja, conoce esas aguas y sabe que no les gusta perdonar los errores, y él ha cometido uno muy gordo. Se serena, conocedor de que el pánico es el mayor de los enemigos, te impide pensar y te paraliza.
            —Tranquilo, relájate. Busca una salida, siempre la hay—. Le habla ese al que los antiguos lo conocían como Ángel Protector y ahora lo llamamos Instinto de Supervivencia.
          Algo choca con él. Es el niño, aunque parezca imposible, el azar ha querido que las caprichosas corrientes los juntasen. ¿Qué posibilidades había? Pocas, desde luego. El joven lo agarra con el brazo izquierdo. Observa que, por fortuna, el chico conoce la danza de las olas. No puedes ni enfrentarte ni huir de ellas, debes bailar, engañarlas, aprovechar su empuje y escapar con su sutileza de su atracción. No se puede explicar, solo los que han nadado entre ellas el tiempo suficiente lo comprenden. Se miran, deben alejarse de las rocas, buscar aguas abiertas donde esperar a ser rescatados. Lo intentan, pero entienden que no lo van a conseguir, no, no con la marea subiendo. El frío atenaza sus músculos y los debilita, sobre todo al niño, que se encuentra al límite de sus fuerzas. Una montaña de agua los atrapa y los eleva empujándolos contra la muerte. El joven aprieta la espalda del chico contra su pecho, tratará de protegerlo frente al impacto. La velocidad aumenta conforme la cresta se afila y estiliza. Están a punto de impactar contra las afiladas piedras, cuando la ola hace algo extraño. Una de sus hermanas surge del fondo y vuelve a recomponerse frenado el ritmo de su avance. El joven siente el golpe contra las aristas de una roca, sin embrago, ha sido bastante más suave de lo esperado. Sus pies desnudos y su mano derecha sufren múltiples cortes y dejan pequeños hilos rojos mientras el agua se retira para poder coger impulso de nuevo. Aún mantiene al chico agarrado con su mano izquierda e, ignorando el dolor de sus heridas, escala con agilidad buscando un punto seguro, donde la furia del mar no pueda alcanzarlos, para esperar a ser rescatados. Lo encuentra, se deja caer, el niño lo abraza y llora. La tregua que le ha proporcionado la adrenalina se acaba y el dolor lo golpea con terribles pinchazos que llegan a marearlo.

            El dios se aleja jugando con sus olas, indiferente, aburrido…

Luis Ángel Fdez. de Betoño