lunes, 19 de agosto de 2019

Prólogo (La tercera ley)


Prólogo



Martes, 9 de agosto de 2016


Allí la tenía, arrodillada frente a él, en sus ojos se atisbaba el terror de quien sabe que va a morir. El intenso aguacero veraniego lo empapaba todo. Jimmy contemplaba la escena parapetado tras el cañón de su pistola, que sujetaba con las dos manos y los brazos extendidos. Le parecía que no iba con él, como si fuese el espectador de una película de serie B.
—No lo hagas —suplicó la jueza—. Aún estás a tiempo. Necesitas ayuda, eres un enfermo.
—Si estoy loco es por tu culpa, maldita zorra.
—Pero fue Ruth la que te dejó, la que te puso los cuernos.
—Eso es verdad, sin embargo, ¿quién dictó la sentencia? Sabías que era una injusticia y aun así la firmaste. Total, solo soy un hombre. ¿A quién le importa? Lo normal es que ella se quede con todo. ¿No?
—Tal vez tengas razón. Deberías haberla recurrido. Últimamente revocan muchas de mis sentencias.
—No me lo creo, en el juzgado estabais todos contra mí. Era evidente.
—¿Qué más quieres? Has recuperado tu casa —sollozó la magistrada.
Jimmy meditó unos instantes. Observó que las gotas golpeaban el metal del arma para luego resbalar por él formando diminutas goteras. El viento arreciaba con fuerza jugando con la lluvia y las ramas de los árboles. Debería estar nervioso, mas no era así, no le temblaba el pulso.
—¿Y qué hay de mi hijo? Lo he perdido, me mira como a un extraño. En realidad, cree que su padre es el nuevo novio de Ruth, un tal Jaime.
—Aún es muy pequeño. Ten paciencia y terminará por reconocerte como su padre.
—Ya, ¿y quién me va a devolver estos años de su vida? No lo estoy viendo crecer. Me estoy perdiendo lo más hermoso. Mientras tanto, tú seguirás haciendo de las tuyas.
—No, te juro que no. Cambiaré.
—No te creo.
Acarició el gatillo. A esa distancia no podía fallar.
La mujer intuyó que iba a morir.
—¡Eres un delincuente! Lo supe nada más verte en el juicio. Tengo que velar por los intereses del menor. ¿Es que no lo entiendes? Los niños deben estar con sus madres.
—¿Los intereses del menor? No me hagas reír, lo único que te importa es el beneficio de las madres. ¿Acaso es bueno separar a los niños de sus padres? ¿Acaso es justo que solo pueda ver a mi hijo menos de sesenta horas mensuales?
La jueza guardó silencio. Tenía el pelo empapado y por su rostro corrían diminutos torrentes de agua. Su gesto cambió del miedo a la ira.
—¡Acaso, acaso, acaso…! ¿Acaso no eres un delincuente?
—¡Yo nunca he hecho daño a nadie!
—¿Estás seguro? ¿Te crees que no sé lo que pasó en Tenerife?
—¡Yo no hice…, fue Paco…! ¡Aquel cabrón lo merecía!
El sonido de la tormenta ahogaba sus gritos.
—¡Tú le ayudaste! ¡Fuiste su cómplice!
—¡Cállate, zorra!
Disparó.
Una, dos y hasta tres veces.
Sin embargo, las balas atravesaron el cuerpo de la magistrada e impactaron contra el tronco seco que estaba tras ella.
—¡Eres un mierda! —La jueza comenzó a reírse a carcajadas.
Jimmy se acercó y ella se fundió con los restos del árbol caído.
Otra alucinación.
Se llevó las manos a la cabeza. Notó el cañón del arma caliente sobre sus cabellos. Parecía que su mente volvía a recomponerse. Hacía como dos horas y media que había abandonado Seo de Urgel. Al ver la tormenta, decidió detener el vehículo en un área de descanso vacía, convencido de que el ruido de la tempestad ocultaría el sonido de los disparos. De esta forma podría probar la pistola y asegurase de que funcionaba perfectamente.
Introdujo el dedo en los tres agujeros. Era evidente que funcionaba. Miró alrededor.
Nadie.
El día se oscurecía conforme aumentaba la borrasca. Guardó la Star y buscó el camino de vuelta al coche. Calculó que había recorrido unos quinientos metros. Las costuras de su chubasquero empezaron a ceder y notó el frío del agua sobre sus hombros. Decidió volver. El viento ululaba entre la arboleda retorciendo a su antojo las ramas y arrancándoles las hojas sin piedad.
Cien metros después se detuvo al sentir que alguien merodeaba a sus espaldas.
Se giró y escudriñó el follaje.
Nadie.
Sintió miedo. No estaba solo y percibía una presencia extraña, no del todo humana. Le pareció que una sombra lo espiaba detrás de un roble. Aferró el arma y corrió saltando entre las traicioneras zarzas. Cayó al suelo clavándose varias espinas en las rodillas y las manos. Al incorporarse observó por la visión periférica que la sombra se acercaba. El terror disparó la adrenalina y comenzó una alocada carrera sin mirar atrás. El vehículo estaba estacionado junto al quitamiedos de la carretera. Lo saltó y buscó las llaves. El mando no funcionaba.
—Mierda —masculló—, se habrá mojado.
Apretó el botón y extrajo la llave. Por culpa del temblor, le costó demasiado introducirla en la cerradura. Por entre el vaho de los cristales podía ver que la sombra se aproximaba. Un olor a quemado asaltó sus fosas nasales. Consiguió abrir la puerta. Entró, cerró y echó el seguro. Arrancó el motor, metió primera y aceleró. Los doscientos caballos del BMW empujaron las cuatro ruedas tractoras con demasiada fuerza y el control de tracción tuvo que intervenir para mantener el vehículo en la trayectoria. Al alejarse miró el retrovisor interior. La sombra había tomado forma humana. Era un hombre de unos treinta años, totalmente empapado y con la camisa parcialmente quemada mostrando la línea de sus pectorales. Su cuerpo se incendió y emitió un grito animal.
—¡No puede ser! —exclamó Jimmy sollozando.
Lo había reconocido, a pesar de los años transcurridos seguía igual, como si el tiempo no hubiera pasado para él.
—Joder, la Antorcha Humana —murmuró entre lágrimas—. Tengo que terminar la misión antes de que acabe majareta del todo.