—¡Papá,
Papá! ¡Mira! —Es la cuarta vez que me llama, así que apuro el cigarro y lo
entierro con el pie en el barro de la huerta.
Entro
en el almacén y me dirijo al corral. Un intenso aroma a humedad y excrementos
de ave invade mis fosas nasales imponiéndose al sabor de la nicotina. Escucho
pasos sobre mí y comprendo que está arriba.
—Pero…
¿dónde estás? —pregunto aun conociendo
la respuesta.
—Aquí
Papá.
—Maldita
sea —susurro mientras me arrepiento de haber usado la disculpa de llevarlo a
ver las gallinas para escaquearme y poder salir a "echar un pitillo".
Tengo
que subir por una escalera de mano, tosca y rudimentaria, que cruje y se
tambalea con mi peso. Estoy convencido de que la fabricó mi difunto abuelo
hace, por lo menos, cincuenta años. La mugre se pega a mis dedos y trato de no
rozar ningún peldaño con las rodillas para salvar los pantalones. Cuando llego
arriba y asomo la cabeza necesito unos segundos para habituarme a la penumbra.
—¡Mira
Papá! —Noto como la ira me invade al ver el lamentable aspecto que presentan sus
ropas estrenadas para la ocasión.
Nos
encontramos en la casa familiar que vio nacer a mi padre. Cumpliendo con una de
las dos comidas anuales. Tanto la vivienda como el resto de los edificios
aledaños han sufrido diferentes obras y mejoras, sin embargo, este espacio ha
sobrevivido intacto al paso de los años. Reconozco el desván, está igual que
cuando mi primo, mi hermano y yo correteábamos por sus rincones ignorando el
polvo y la suciedad, allá por los ochenta. El sol de invierno consigue
atravesar unas ventanas, que el tiempo y el olvido han convertido en
translúcidas, formando una fantasmagórica niebla de partículas en suspensión
que juega con los recuerdos de otro siglo. El techo, en forma de uve invertida,
es un entramado de vigas de roble que se retuercen y se combinan para sujetar
las tejas.
Al
ver los ojos de mi hijo el enfado se disuelve como un terrón de azúcar en la
leche. Comprendo que no puedo juzgarlo con mi mirada de adulto. Él aún mira a
través del espejo de Alicia y acaba de descubrir un lugar maravilloso, plagado
de tesoros por descubrir.
—Papá,
¿y esto qué es? —Interrumpe mis cavilaciones señalando un apero de labranza que
consiste en cuatro tablas unidas en paralelo y en las cuales han incrustado un
sinfín de piedras de sílex.
—Es
la vieja trilladora —contesto con seguridad de autómata mientras termino de
acceder a la buhardilla de un salto—. Ahora es veinticinco años más vieja. —Un
pinchazo en la rodilla me recuerda que, en realidad, son treinta y cinco.
—¿Y
para qué sirve?
—Para
trillar… —respondo tratando de aparentar que sé de lo que hablo.
—¿Y
esto qué es?
—Una
yunta de bueyes, sirve para amarrar dos bueyes y que tiren de los aperos de
labranza—. Explico, aliviado por dejar atrás el tema de la trilladora.
Mi
hijo corretea y pregunta sin descanso el nombre y usos de los diferentes
objetos que se esconden por allí, arruinando aún más sus ya maltrechas ropas.
Yo, por mi parte, me explayo o desvío la atención en función de mis conocimientos.
De repente, sin previo aviso, por culpa de alguna extraña conexión neuronal, un
recuerdo que creía olvidado atraviesa mi mente. Sin disimular la excitación,
avanzo por centro que, aun siendo la parte más alta, me obliga a caminar
encorvado. Los tablones crujen y se arquean por mi peso. Siento que el niño
salta detrás mío emocionado, intuyendo que va a ocurrir algo emocionante. Me
detengo al final, a menos de un metro de la pared de piedra. Miro a los dos
lados, aunque sé que lo que busco está en la derecha. Al quedarnos quietos el
silencio nos muestra que no estamos solos y escuchamos como los habitantes del
desván se escurren entre sus secretos. Avanzo hacia el rincón, la pendiente del
techo me obliga a agacharme y recorro el último tramo de rodillas sin
importarme lo que les pase a mis chinos. Con mi pelo engominado destrozo el
laborioso trabajo de docenas de arañas. Mi hijo me sigue manteniendo un
expectante silencio.
—¿Qué
buscas, papá? —Me pregunta aprovechando un instante de duda.
—Un
tesoro.
—¿Cómo
el de los piratas? —Sus ojos no pueden estar más abiertos.
—No
exactamente. Es algo que escondimos hace años.
Antes
de retirar el saco vacío, doy unas palmas con la intención de espantar a
posibles criaturas escondidas. Agarro la tela raída y la lanzo unos metros. La
nube de polvo nos hace estornudar a los dos. Aún tengo que apartar un par de
neumáticos antes de llegar a la caja de madera. Es un poco más grande que una
de zapatos. Mientras abro la tapa y escucho el sonido de las pequeñas bisagras
oxidadas, no puedo evitar preguntarme cómo hay reaccionar ante un mordisco de rata. Por
fortuna, solo aparecen dos arañas que huyen asustadas.
—¡Cuidado
papá! ¡Qué te pican!
Ignorando
la advertencia me deshago de ellas de un par de manotazos.
—¡Aquí
están! —exclamo al comprobar que siguen estando allí.
El
niño asoma la cabeza por encima de mi hombro. Alarga la mano un tanto
reticente, pero se decide por agarrar una y la observa minuciosamente
manteniendo un silencio reverencial.
—¿Y
esto qué es? —Me parece sentir un ligero tono de decepción.
—Son
chapas de refrescos, mira—. Cojo una de ellas y la giro entre mis dedos. —Las
conseguíamos en el bar, buscábamos las que no estuviesen demasiado dobladas.
Aquí dentro les pegábamos las fotos de nuestros ciclistas favoritos—. Dedico un
rato a buscar alguna cara reconocible, pero el tiempo las ha borrado.
—¿Y
para qué sirven?
—Para
jugar a las chapas.
—¡¿Para
jugar?! —Sus pupilas se dilatan hasta un diámetro imposible—. ¿Me enseñas?
—Sí
claro—. Coloco la que me parece que está en mejor estado sobre el suelo y,
combinado el dedo gordo con el índice, golpeo a mi supuesto corredor que
recorre unos dos metros dejando un surco en la mugre que cubre el piso.
Mi
hijo hace lo mismo, pero el suyo solo consigue avanzar medio metro paralelo al
mío.
—¡Qué
divertido! Hemos ganado los dos —afirma con rotundidad antes de volverse para
buscar otra chapa.
Observo
los dos caminos que me parecen una alegoría de la existencia. Una de las reglas
del juego, era que no se podía retroceder. Al igual que en la vida, siempre
había que avanzar hacia adelante.
—Hijo…
—le digo aun sabiendo que no me escucha, está demasiado pendiente colocando
otra de las chapas—. No tengas prisa por crecer, cuando quemas una etapa ya no
vuelve nuca más.
Me
ignora y continúa con lo suyo, al rato me mira y dice:
—Papá,
¿estás llorando?
—No,
¡qué va! —Miento y me sacudo el polvo de las manos nervioso—. Es que se me ha
metido algo en los ojos.
Luis Ángel Fdez. de Betoño
En mi país no es el día de los padres, pero después de leer este relato, me dio ganas de adelantar la celebración. No soy madre, mi pareja no es padre y mis dos papás ya no se encuentran conmigo... Pero después de leerte, sentí el anhelo de mirarlos a los ojos y celebrar con ellos un día tan especial como este. Me ha encantado tu relato; he quedado enternecida. Olé por tu escrito.
ResponderEliminarMuchas gracias Diana, veo que te ha provocado los mismos sentimientos que tuve yo cuando se me ocurrió y mientras lo escribía. Para un autor no puede haber mejor regalo. Un abrazo, nos leemos 😉
EliminarPrecioso y verdadero.
ResponderEliminarGracias Carmen, la verdad es que es bastante autobiográfico. Un abrazo.
Eliminargenial, el relato la descripcion es inmejorable y parece totalmente real tal y como comentas que es autobiografico
ResponderEliminarGracias Maica, un abrazo 😉
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