—Pero…
¿cómo iba a dejar que te arrojaran a cualquier sitio? No, no después de todo lo
que has hecho por mí. Seguro que aquí estas mejor, sé que te encantaba
corretear por este lugar. Éramos felices cuando abandonábamos la ciudad y nos
pasábamos horas caminando por estos bosques
Estiro
la mano y, agarrando el saco, lo acerco a su tumba. Saco una pequeña navaja de
mi bolsillo para rasgar el plástico y sacarlo de este horrible envoltorio. Su
cuerpo aún está frío, pero al acariciar su pelaje descubro que la sangre se ha
descongelado y empapa mis manos. No me importa, incluso me apoyo encima de él,
con mi rostro cerca de su oído, como si aún pudiera escucharme.
—Ya
sabes que al principio fui una estúpida. Yo nunca había convivido con alguien
de tu especie. Ni tan siquiera me explico cómo me convencieron para aceptarte. Hasta
tu nombre, Rocky, me pareció absurdo. Me llenaste la casa de pelos; los
primeros días no te comprendía: tu obsesión por lamerme, tu necesidad de
caricias, que anduvieras todo el rato detrás de mí… Pero tú seguiste
insistiendo y poco a poco —incansable y con una paciencia infinita— conquistaste
mi destrozado corazón. No solo eso, sino que comenzaste a recomponerlo. Aunque
he de reconocer que fue aquella tarde. Cuando paseando por la calle nos
encontramos con él. Me llamó y se acercó mostrando su máscara de niño bueno,
ignorando la orden de alejamiento. Yo me quedé paralizada, noqueada por su
presencia, aún no me explico ese poder que tenía sobre mí. Ni tan siquiera fui
capaz de activar el teléfono de socorro. Pero tú lo supiste, no lo habías visto
nunca, y aun así adivinaste que era él. Tal vez olfateaste mi miedo, o su
maldad, o pudo ser ese sexto sentido que sospecho que posees. Nunca te había
visto así: con tu hermoso pelo negro erizado y tus orejas tan tiesas; tampoco me
había percatado del tamaño amenazante de tus colmillos; de tu pecho salía un
gruñido gutural, poderoso. Él, mi demonio, vino hacia mí, pero le dejaste bien
claro que tres metros iba a ser la distancia máxima que le ibas a permitir
acercarse. Se enojó, claro, ¿cómo no? Y se quitó la careta de falsa inocencia.
Comenzó con los insultos y amenazas, tú le contestaste con unos poderosos
ladridos, y, por primera vez, lo vi retroceder. Fue entonces cuando reaccioné y
mis labios escupieron todo lo que pensaba de él. Finalmente se rindió y se
marchó humillado, clavándome su mirada de odio. Aunque me mantuve firme, me
sentí poderosa, dueña de mi destino. Después me arrodillé y te abracé entre
lágrimas. Volvías a ser ese animal dulce y cariñoso. Fue la primera vez que
dejé que me lamieras el rostro. Allí en medio de la calle, ignorando las
miradas de los viandantes…
—Después
de aquel día mi espíritu de mujer comenzó a recomponerse: aprendí a reír de
nuevo; regresé al trabajo; nos apuntamos en el grupo de montaña; me compré ropa
nueva; volví a ser consciente de mi belleza… Éramos inseparables, lo organizaba
todo en función de que tú pudieras acompañarme. Me hiciste feliz, amigo mío,
muy feliz…
Un
nuevo acceso de lágrimas me impide seguir hablando. Así que agarro de nuevo la
pala y, con rabia, comienzo a cubrir el cadáver con la tierra que he
amontonado. Un minuto después desaparece de mi vista. Entro en su tumba porque
me parece que, con el fin de evitar que las alimañas puedan desenterrarlo, debo
compactar el fondo antes de continuar. Utilizo la hoja para golpear el suelo,
lo hago con fuerza, dejando fluir la furia. Cuando estoy satisfecha, vuelvo a
salir y apoyo mi herramienta en el suelo con las dos manos agarrando el mango.
No dejo de jadear, de modo que me inclino y, colocando el pecho sobre mis
nudillos, dejo que la pala soporte parte de mi peso.
—Sabes…
no dejo de rememorar aquella noche. Tú lo intuiste… ¿verdad? Lo sé porque
dejaste tus asuntos caninos y, nervioso, te volviste hacia mí. Recuerdo que fue
entonces cuando surgió de entre los arbustos del parque. Yo me quedé paralizada
por el terror, sobre todo cuando vi brillar el filo del enorme puñal que
portaba. Pero tú no, no dudaste, te abalanzaste sobre él derribándolo. Soy
consciente de que todo pasó muy rápido, aunque a mí se me hizo eterno. Los dos
rodabais por el suelo, tú le mordías con saña y, por un momento, pensé que ibas
a vencer. Pero él comenzó a darte cuchilladas en el lomo. A pesar de todo, no
te amilanaste y continuaste luchando sin descanso. Comprendí que te iba a
matar, fue entonces cuando algo despertó en mi interior, un impulso brutal,
arcaico, primitivo, que nacía de mi necesidad de protegerte. Luego observé la
piedra, rodeada por el círculo de luz de la farola. Sin saber muy bien cómo, la
agarré. Sentí su peso, su tacto rugoso, sus aristas. Entonces me arrojé sobre
el demonio, poseída por una furia que jamás había experimentado. Al segundo
golpe sentí que su cráneo quebraba y —en esto sí que le mentí al juez— supe que
si continuaba acabaría con él. No sé cuántos le di. Lo último que recuerdo con
claridad es que trataba de taponar tus heridas abrazándote, mientras los
uniformados trataban de arrancarte de mis brazos. Luego vino el pinchazo y todo
se volvió negro…
Continúo
con mi trabajo hasta cubrir la tumba por completo. Cuando termino me
arrodillo y digo:
—Ya
sé que para el resto eres solo un animal, yo misma lo hubiera pensado un año
atrás. Pero yo sé que no es cierto, en realidad, eres un ángel, un ser divino
que se enfrentó al Diablo, y no solo eso, sino también me enseñaste a hacerlo a
mí.
Gracias
amigo, gracias por todo, te prometo… No, ¡te juro por lo más sagrado! ¡Que
nunca nadie jamás, volverá a maltratarme!
Luis Ángel Fdez. de Betoño
¡qué relato más impresionante!y por supuesto que !!!me ha encantado!!
ResponderEliminarGracias Maica, para mí es un regalo que te haya gustado 🙂
EliminarMuy bueno, Luis Ángel. Enternecedor. Mi más sincera enhorabuena!!
ResponderEliminarGracias Diego, un abrazo 🙂
EliminarUna gran historia, Luís. El amor que tenemos por nuestros amigos animales puede ser más fiel y inquebrantable que con las personas.
ResponderEliminarSí, y además tenemos mucho que aprender de ellos,es innegable que cuando vives con uno eres mucho más feliz.
Eliminar