sábado, 11 de julio de 2020

SATORI (reseña)

Sinopsis:

Satori (nombre), del japonés: instante de conciencia súbita o de iluminación individual; el primer paso hacia el nirvana. Transcurre el otoño de 1951 y la guerra de Corea está en pleno apogeo. Nicholai Hel, de veintiséis años, ha pasado los tres últimos en prisión incomunicada, a manos de los americanos. Hel es maestro de la hoda korosu o «matanza sin armas», habla fluidamente varios idiomas y ha afinado su extraordinaria «sensación de proximidad», conciencia adicional ante una presencia peligrosa. Posee las aptitudes para convertirse en el asesino más temible del mundo y en este preciso momento la CIA lo necesita. Los americanos le ofrecen la libertad a cambio de un modesto servicio: trasladarse a Pekín y asesinar al delegado de la Unión Soviética en China. Evidentemente, se trata de una misión suicida, pero Hel acepta, por lo que tendrá que sobrevivir al caos, la violencia, las sospechas y las traiciones mientras se esfuerza por alcanzar el objetivo final del satori: la posibilidad de la comprensión verdadera y la armonía con el Universo. El éxito de ventas que fue el origen de todo: SHIBUMI Nicholai Hel es el hombre más buscado del mundo. Nacido en Shanghai tras el caos de la Primera Guerra Mundial, Hel es hijo de una aristócrata rusa y de un misterioso alemán, así como protegido de un maestro de go japonés. Sobrevivió a la catástrofe de Hiroshima y se convirtió en el amante más refinado y en el asesino más consumado y mejor pagado del mundo. Hel es un genio, un místico y un maestro de las lenguas y la cultura. Su secreto radica en su empeño por alcanzar una peculiar excelencia personal, un estado de perfección sin esfuerzo, conocido simplemente como shibumi.

Opinión personal:

Una gran novela que se desinfla en su parte final.

Don Winslow es uno de mis autores de referencia. Así que cuando descubrí esta novela me lancé de cabeza a leerla. Sentía mucha curiosidad por ver cómo se desenvolvía el autor fuera de su género habitual, el policíaco. La historia es un thriller de espionaje ambientado después de la Segunda Guerra Mundial, en los comienzos de la Guerra Fría.
El libro está dividido en tres partes. Las dos primeras son geniales. Se trata de ese tipo de lectura que cuesta dejar de leer y te hace perder horas de sueño. Sin embargo, más o menos en la mitad de la tercera parte, cuando el protagonista llega a Saigón. Comienzan a surgir situaciones absurdas, rocambolescas casualidades inverosímiles y escenas de relleno que, además, no cuadran con la personalidad que el protagonista me ha mostrado hasta ese momento. Como si el autor necesitara cumplir con un determinado número de palabras. Por eso el 20% al final se me ha hecho bastante cuesta arriba. Y por último, en mi opinión el personaje principal no termina de evolucionar y no me termino de creer que consige alcanzar el añorado Satori.
Quiero añadir que esta novela es un remake de otra, "Shibumi" de Trevanian publicada en 1979, y que me queda pendiente de lectura.


domingo, 14 de junio de 2020

Corrupción en Marte (Prólogo)

Prólogo





Marte, 42 de abril del año 194.



Los dos turistas desayunan en la plaza Marte, situada en el lado oeste de la ciudad de Marina, capital del planeta rojo. Contemplan extasiados el cielo, que puede verse a través de la mayor cúpula de alucristal del Sistema Solar. El resto de la metrópoli se extiende como un gigantesco hormiguero por las grutas que se encuentran bajo el subsuelo del cañón Coprates Chasma.
—Este zumo está delicioso, ¿no te parece? —comenta la mujer.
—He de reconocer que sí —contesta el hombre—. Supongo que las naranjas son oriundas de Marte.
—Supones bien. La agricultura marciana es excelente—. Ella le agarra la mano—. Vamos, dime que es genial, que lo estás pasando bien.
—Claro que sí, cariño. Me alegro de que me hayas arrastrado hasta este maravilloso planeta.
Él acerca sus labios a los de ella y se dan un largo beso. Los dos parecen rondar los treinta años, aunque siendo colonos es posible que superen los cincuenta. La longevidad de los ciudadanos de La Federación alcanza con facilidad las quince décadas.
—Si te soy sincero, ayer quedé maravillado con el monte Olimpo. Jamás pensé que fuera tan imponente.
La camarera se acerca. Es una marciana de un metro treinta y cinco, ojos azul intenso y su cabello color óxido parece flotar sobre la poca gravedad del planeta.
—¿Quieren un poco más de jugo? —pregunta mientras agarra la jarra con la mano derecha; con la otra, sujeta la bandeja.
Su sonrisa es hermosa.
La pareja asiente y le ofrece sus vasos para que los rellene. Después se aleja; sus gráciles movimientos transmiten sensualidad.
Él no la pierde de vista.
La colona sonríe.
—Son guapas las marcianas, ¿verdad?
—Un poco pequeñas, para mi gusto —dice el hombre tratando de hacerse el despistado.
La pareja bebe en silencio.
—Estoy segura de que es una neo.
Él se encoge de hombros.
—Ni idea, ni tan siquiera sé cuál es la diferencia.
—Pensaba que te habías leído el folleto —lo regaña con cariño, como si fuese una profesora de primaria—. Los neos y los homos son los dos tipos de marcianos que existen. Cuando los primeros humanos llegaron a Marte no tenían nanotrajes ni sabían controlar la gravedad, y sus escudos magnéticos eran demasiado débiles. Por ese motivo, en las primeras décadas, la tasa de mortalidad fue muy elevada.
—Tenía entendido que sus cuerpos se habían adaptado al planeta con sorprendente rapidez —interrumpe el hombre.
—Eso es cierto. Pero fue porque atiborraron de fármacos a las mujeres gestantes y a los niños nacidos en los primeros años para forzar adaptaciones eficaces al nuevo entorno: cuerpos más pequeños para facilitar la circulación sanguínea en baja gravedad, ojos mejor adaptados a un entorno más oscuro y una piel que no necesitase su dosis de radiación solar. No obstante, a pesar de los medicamentos, muchos bebés nacían con deformaciones horribles. Por eso, la mayoría decidió modificar genéticamente sus embriones, para acelerar el proceso de adaptación al medio. Sin embargo, una facción de ellos se negó a la alteración genética y concluyeron que la naturaleza siguiera su curso con las mínimas interferencias humanas. Por eso hay dos tipos: los neos, que son los que decidieron modificarse, y los homos, la minoría que se decantó por la no intervención.
—No entiendo a los homos. ¿Quién se arriesga a que su hijo pueda nacer deforme?
 —Por lo visto, debían de ser seguidores de alguna religión de esas que aún hoy persisten en la Tierra.
—La Tierra, ¡menudo agujero infecto! Sales huyendo de ella y pretendes reproducir lo mismo en otro planeta. Definitivamente, estoy con los neos.
—La primera persona que pisó Marte, una mujer llamada Ágata, lo hizo en el 2031. Han pasado —la colona eleva los ojos para realizar la cuenta mental—, trescientos sesenta y cinco años estándar. La Tierra era un lugar muy distinto, los homos solo pretendían expandir su religión por el Sistema Solar.
—Lo de la Tierra se veía venir hace siglos, por eso se largaron de allí. Lo mismo que nuestros abuelos, y menos mal que lo hicieron, nunca estaremos lo suficientemente agradecidos.
La camarera pasa por delante de ellos y el colono interrumpe su discurso. Ella lo mira y sonríe.
Se producen cinco segundos de silencio.
—42 de abril del 194. Esto sí que es raro, ¿no te parece? —comenta él para romper el momento de tensión.
—No especialmente. ¿Tampoco te has mirado el calendario marciano?
   Él pone cara de niño bueno; la conoce y sabe que le gusta explicar todo.
—Lo único que sé es que las horas son un poco más largas, aunque no me lo ha parecido.
La colona se acomoda un poco mejor en la silla.
—El día marciano es ligeramente más extenso que el día estándar, casi cuarenta minutos. Por eso, al dividirlo entre veinticuatro, la hora es un tres por ciento más larga. Es tan poco que ni lo notamos. Lo que cambia mucho es el año marciano, 686,98 días terrícolas. O 668,5991 días marcianos. En su día decidieron dividirlo por los doce meses que todos conocemos, de tal forma que en los años pares los primeros ocho meses tienen cincuenta y seis días marcianos y los últimos cuatro cincuenta y cinco. Compensan el medio día que les falta en los años impares, le suman un día más a septiembre.
—Y cada veinticuatro años tienen que ajustar un día —añade él mostrando una perfecta hilera de dientes blancos.
—¡Eh! —Ella lo golpea en el hombro—. Así que te lo sabes. ¿Por qué me haces explicártelo?
—Porque me pone cachondo que te pongas en plan profesora.
Los dos ríen.
—¿Desean algo más? —los interrumpe la camarera.
—No, gracias —contesta la colona.
La marciana se aleja contoneando sus caderas. Él no pierde detalle de sus curvas. Al girarse descubre a su mujer con la vista clavada en sus ojos.
—¿Hay algo más que te ponga cachondo?
—No sé a qué te refieres.
—No te hagas el tonto. Casi se te salen los ojos de las órbitas. —A pesar de todo, no parece molesta; incluso, sonríe.
—No es eso, pensaba en los androides.
—¿En los androides? —Apoya los codos en la mesa y centra toda su atención en su marido. Parece divertirse—. Así que un hermoso culo marciano se pasea delante de ti, ¿y tú piensas en los androides? Explícamelo.
—Sí, me preguntaba por qué no ponen androides para realizar estos trabajos. En La Federación no hay camareros humanos, son los avaboots los que se encargan de este tipo de tareas, y eso que son mucho menos avanzados que los que tienen aquí. ¿Te has fijado? Cuesta distinguirlos.
Ella reflexiona un momento, decide concederle una tregua.
—Eso es porque su economía está menos desarrollada que la nuestra. Mucha gente perdería su empleo si les permitieran trabajar.
—¿Qué más da? Podrían cobrar impuestos a los androides y con eso garantizar una renta a los que pierdan su trabajo.
—No quieren, eso va en contra de su filosofía. Consideran que de esa forma se debilitarían, que se volverían ociosos y frágiles.
—O no. Esa gente podría estudiar y volverse más productiva.
—Es posible que tengas razón, no te lo discuto, pero ellos no lo ven así. De todas formas, fíjate en nosotros: en La Federación no están permitidos, ni tan siquiera como producto doméstico. Tenemos miedo de que, al ser tan parecidos a los humanos, terminen por alterar el funcionamiento de la sociedad.
—Esa es la versión oficial, pero todo el mundo sabe que los prohibieron porque los fabrican en Plutón y, en la actualidad, es nuestro mayor enemigo. He oído que incluso los han intentado replicar y no lo han logrado. Los expertos federales en inteligencia artificial no comprenden el funcionamiento de sus cerebros electrónicos.
—Yo he oído que sus cerebros no son totalmente artificiales, que tienen partes orgánicas. Por eso no los pueden replicar, porque sería ilegal.
El hombre se encoge de hombros. La camarera vuelve a pasar por delante y él la mira de reojo.
—He de reconocer que es muy hermosa, las marcianas en general lo son. Ellos también, pero son tan pequeñitos… —Agarra la mano de su marido y lo mira directamente a los ojos—. Te propongo un trato.
—Dime.
—¿Qué te parece si nos damos un paréntesis?
—¿Un paréntesis?
—Sí, se nota que te gusta y estoy convencida de que le has hecho gracia.
El colono traga saliva, va a decir algo, su mujer le pone dos dedos en la boca para que calle.
—No te culpo, sientes curiosidad. A mí me pasa lo mismo, no te creas. Eso no significa que hayamos dejado de amarnos. Estamos en un planeta desconocido y los marcianos son casi otra especie. ¿Qué te parece? Nos vemos esta noche en el hotel, sin preguntas, sin reproches…
—¿Lo dices en serio? ¿Te has vuelto loca?
—Vamos, no te hagas el estrecho. Lo estás deseando.
—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?
—Lo mismo, ¿qué te crees? Me marcho y te quedas aquí, con ella.
—Pero acabas de decir que son demasiado bajitos.
—Ese es mi problema, no el tuyo. Además, ¿quién te ha dicho que vaya a probar con uno y no con una?
El hombre vuelve a tragar saliva. Imágenes de su mujer con la camarera cruzan su mente, las aparta, necesita pensar. Se revuelve en su silla. Se pregunta si es una trampa. No, ella habla en serio. Siente una mezcla de celos, excitación y complicidad con su mujer.
—Está bien —concede—. Con una condición. Yo también tengo una fantasía.
Ella exhibe su mejor sonrisa. Parece excitada.
—Dime, cariño. Me encanta que hayamos alcanzado este punto de confianza.
—Quiero que otro día nos lo montemos con una androide. De esas que se alquilan.
—¿Por qué no aprovechas hoy para alquilarte un par de ellas?
—Puede que lo haga, pero me gustaría hacerlo contigo.
Ella se ríe.
—Está bien. A mí también me apetece; no obstante, has dicho «una», no es justo. Que sea «una» y «uno».
Él duda. Ha escuchado que este tipo de pactos está de moda entre los turistas colonos que visitan el planeta rojo. Aunque jamás pensó que su mujer le propondría algo así. Por otro lado, Marte tiene fama de ser un lugar libertino y abierto a todo tipo experiencias.
La colona le susurra algo al oído.
—Está bien: trato hecho —dice el ciudadano de La Federación—. Tenemos un acuerdo.
Los dos se dan la mano. Ella le da un beso en los labios, se incorpora y agarra su bolso.
—¿Ya te vas?
—Claro, no quiero estropearte el plan. —La colona señala con la cabeza a la camarera.
—Pero… ¿Qué hago? ¿Qué le digo?
La mujer se agacha y se apoya en el hombro de su marido.
—Pídele que te enseñe la ciudad y a cambio la invitas a comer en un restaurante caro. No te preocupes, le gustas. Las mujeres detectamos estas cosas. Da igual que vivamos en un planeta inhóspito o en una gigantesca estación espacial.
Se da la vuelta, esquiva las mesas y se despide de la camarera. Las dos féminas cruzan sus miradas un instante y al colono le parece que se comunican algo, como si tuvieran una especie de código secreto silencioso. La observa mientras se aleja. El nanotraje se ajusta a su cuerpo como un guante. Es hermosa, sin duda. Siente una punzada de celos y a punto está de salir tras ella.
Se reprime, no quiere parecer un estrecho.
Fabrica mentalmente una conversación con la camarera y la llama alzando el brazo.
La marciana se acerca con su inseparable bandeja sobre la mano izquierda, usa la otra para juguetear con el cabello entre sus dedos.
Se detiene frente a él. Su sonrisa es más sutil que antes.
El colono traga saliva, intenta parecer calmado.
El rostro de ella cambia, se robotiza. Su cuerpo sufre una convulsión y la bandeja cae al suelo. El hombre observa cómo desciende junto con los tres vasos que lleva. No todos estallan con el primer golpe, uno rebota dos veces antes de hacerse añicos. Le parece que los movimientos son más lentos. Piensa que es por la baja gravedad del planeta. Levanta la vista hacia la marciana, pero ya es demasiado tarde.
Ella salta sobre él y de un mordisco le arranca media cara. Lo último que alcanza a ver es el rostro de la marciana empapado en sangre. Después vuelve a sentir sus dientes, en la garganta.