domingo, 2 de julio de 2017

PRÓLOGO

Prólogo


Iskandar terminó su último rezo en la soledad de su diminuto habitáculo dentro del modesto nicho-hotel que había alquilado. Se vistió con un carísimo nano-traje propio de un colono, metió el resto de sus pertenencias en una bolsa y se cubrió con un abrigo largo. No debía despertar ninguna sospecha, y que un colono abandonara ese antro era, cuanto menos, llamativo. Ensayó el acento y los gestos durante cinco minutos más. Ya no había marcha atrás. Trató de disolver el miedo y los nervios recordando los meses de preparación y lo mucho que odiaba a La Federación. Esos malditos infieles tendrían hoy su merecido y él sería el instrumento de Dios. Todos lo recordarían. Se imaginó entrando esa misma noche en el paraíso y que, al llegar, sería aclamado por sus hermanos.
Abandonó el edificio y, al salir al exterior, percibió cómo el traje aumentaba de peso para simular la gravedad terrícola. Tras el desconcierto inicial, esto lo reconfortó: en los tres días que llevaba en la Luna había sufrido cambios de peso cada vez que salía o entraba en alguna edificación, dependiendo de si poseía o no gravedad artificial. Elevó la vista para contemplar la inmensa caverna donde se encontraba. Un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar que estaba en el espacio y que, detrás de ese techo rocoso, se encontraba el gélido vacío.
—¿Cómo se puede vivir aquí? ¡Esto es obra del demonio! —murmuró en su idioma natal.
El reloj y la iluminación atenuada le aseguraban que estaba anocheciendo. Guiado por el sistema de orientación de sus lentillas digitales, se dirigió a la estación del moderno magneto-tren que salvaba los cincuenta kilómetros de distancia entre los dos mundos. Allí también se encontraba el control fronterizo de la zona terrícola. Por el camino, entregó la bolsa con sus pertenencias a una mujer que se encontraba con su hija en un improvisado refugio entre los huecos de la caverna. Las dos tenían deformaciones horribles debido a la falta de gravedad. En realidad, le costó decidirse entre la multitud de desgraciados que pululaban a su alrededor. En esto no se diferenciaba demasiado de la Tierra o, por lo menos, de todos los lugares que había conocido. Sin embargo, en la Luna, no poder costearse un nano-traje y una vivienda con gravedad artificial suponía una catástrofe para la salud.
—Todo es culpa de La Federación y de los infieles que la habitan —pensó, recreándose en el odio que fluía por sus venas.
Decidió abandonar el chaquetón en un rincón cuando entró en la zona de ocio de la colonia. Allí era habitual cruzarse con colonos que entraban y salían de los diversos locales: casinos, burdeles, bares de copas, el estadio de combates de avaboots… Comenzó a caminar de forma diferente, simulando la altanería de los ciudadanos de La Federación. Rechazó diversos ofrecimientos de todo tipo: drogas, mujeres, jovencitos, niños, niñas… En ese lugar, los colonos eran los reyes.
Divisó la frontera. Faltaban veinte minutos para la salida del próximo magneto-tren. Los guardias eran selenitas terrícolas, así que cruzar este control sería relativamente sencillo. El otro, en cambio, el que se encontraba en territorio de La Federación, era infinitamente más seguro, pero a Iskandar no le importaba, no necesitaba llegar tan lejos. Con disimulo, extrajo una cápsula de uno de los bolsillos y se la introdujo en la boca, la mordió y un ligero amargor inundó su paladar. Conforme se acercaba al puesto de control, los efectos de los neurotransmisores de la droga comenzaban a surtir efecto: el miedo desapareció por completo y una letal calma, como la que precede a un huracán, recorrió su anatomía.
Su ensayado acento y la documentación falsa le permitieron entrar en la estación sin problemas. Pagó el billete y esperó en el andén mezclándose entre los colonos, observando al enemigo, despreciándolo… Todos mostraban una estúpida satisfacción en sus caras. Algunos, con claros síntomas de embriaguez, hablaban alto y reían.
—Yo les borraré sus risas —pensó mientras su mano acariciaba involuntariamente un pequeño bulto que sobresalía en la parte baja de su espalda, dentro de su piel.
La estación estaba acristalada. Se podía contemplar la hermosa desolación del desierto lunar. Iskandar levantó la vista hacia el cielo tratando de hundir su mirada en aquella asombrosa negrura, solo rota por los diminutos puntos brillantes de las estrellas. Cerró los párpados tratando de fotografiar en su mente aquel hermoso espectáculo. Una extraña corriente de aire lo sacó de sus cavilaciones. Giró la cabeza en el mismo sentido que la multitud y observó un punto de luz que se aproximaba por el túnel transparente. Se adelantó. Era importante elegir un buen lugar. Se colocó la diadema y ordenó mentalmente a sus lentillas digitales que le mostraran el programa con la estructura del vehículo. Consiguió entrar de los primeros, pero no se sentó. Guiado por la realidad aumentada de las lentillas, eligió un lugar que, aunque incómodo, era lo que necesitaba para la misión.
Una vez lleno, el tren magnético comenzó a acelerar. Iskandar, apoyado contra el cristal del primer vagón, activó el programa que controlaba la bomba alojada en su cuerpo. Debía estallar a medio camino. En la simulación que las lentillas reflejaban en sus retinas, unos números empezaron con la cuenta atrás. El terrícola comenzó a perder aplomo. Su instinto de supervivencia decidió entablar una encarnizada batalla contra sus convicciones y las drogas. Decidió tomarse otra cápsula y ordenó a sus lentillas que le mostrasen textos del libro sagrado.

Cuando quedaban cinco segundos para la detonación, rezó en voz alta los últimos versos apretando su espalda contra el cristal. Los pasajeros lo miraron sorprendidos, pero ya estaba hecho: nada podría detenerlo...

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