viernes, 31 de marzo de 2017

PLANETA PROHIBIDO

Planeta prohibido es una película de ciencia-ficción estadounidense de 1956 dirigida por Fred M. Wilcox y protagonizada por Walter Pidgeon, Anne Francis y Leslie Nielsen.

Director: Fred M. Wilcox
Adaptación de: La tempestad (William Shakespeare)
Guión: Cyril Hume, Irving Block, Allen Adler
Música compuesta por: Bebe Barron, Louis Barron

Sinopsis
En el siglo XXIII la cosmonave de los Planetas Unidos C-57-D , tras doce meses de viaje, llega al sistema solar Altair situado a dieciséis años luz de la Tierra. Su destino es el planeta Altair IV, y tienen la misión de averiguar qué les ocurrió a un grupo de científicos, enviados allí veinte años atrás.
Al aterrizar se encuentran con el Dr. Eduard Morbius y su hija Altaira —el único personaje femenino—, acompañados por Robby, un simpático robot...
Opinión personal 
    Antes de nada quiero recordar que la película fue rodada en 1956 —eso son más de seis décadas—, por eso hacen falta unos minutos para acostumbrarse a unos arcaicos efectos especiales, una forma de hablar un tanto rimbombante, a la música psicodélica y a los clichés de la época. Sin embargo, una vez que se supera el primer impacto y siendo un poco flexible, se comienza a disfrutar de una buena historia de Ciencia-Ficción con un argumento excelente. Me llamó la atención un detalle que surge en los primeros minutos del metraje, y es que los tripulantes de la nave se colocan debajo de unas cabinas supresoras de inercia cuando van a reducir la velocidad, algo que pocos filmes tienen en cuenta —ya que una deceleración demasiado rápida destrozaría a los ocupantes—.
    No quiero hablar más sobre la trama para no desvelar detalles, ya que considero que es importante que el espectador la vaya descubriendo conforme avanza la película.
Altaira y Robby en una escena de la película.
Quiero destacar la presencia de Robby, un carismático robot que ha logrado conquistar mi corazón. 


   En el lado negativo está el cocinero, que no entiendo por qué se pasea por un planeta desconocido con el gorrito y el mandil. Además, cada vez que intervine es para decir alguna estupidez, entiendo que está para darle un toque de humor a la historia, pero a mí se hace muy cargante.
  También rasca mucho la inevitable historia de amor entre Altaira, la hija del Dr. Morbius, y, cómo no, el comandante de la expedición (Leslie Nielsen, sí ese, el de las películas cómicas). Aunque mirándola con cariño consigue arrancarte alguna sonrisa. Él es un adusto militar y ella, una inocente rubia con cara de nada y minifaldas imposibles que jamás había visto a un hombre joven y ahora se encuentra con dieciocho maromos de golpe. La bella zagala pasea entre la tripulación luciendo modelitos sin entender por qué la miran así. Ellos, al verla, saltan como macacos en celo debido a que llevan un año de celibato forzoso. Destaca el comportamiento ruin y rastrero que el teniente tiene con ella —un auténtico buitre, vamos—. 
   En definitiva, es una película que considero que todo aficionado a a la Ciencia-Ficción debe ver, por lo menos, una vez en su vida. Entre otras cosas porque descubrirá que ha inspirado a muchas otras que la siguieron.


Luis Ángel Fdez. de Betoño     
   
  
    

sábado, 18 de marzo de 2017

¡Papá, Papá, mira! (Relato)



—¡Papá, Papá! ¡Mira! —Es la cuarta vez que me llama, así que apuro el cigarro y lo entierro con el pie en el barro de la huerta.
Entro en el almacén y me dirijo al corral. Un intenso aroma a humedad y excrementos de ave invade mis fosas nasales imponiéndose al sabor de la nicotina. Escucho pasos sobre mí y comprendo que está arriba.
—Pero… ¿dónde estás?  —pregunto aun conociendo la respuesta.
—Aquí Papá.
—Maldita sea —susurro mientras me arrepiento de haber usado la disculpa de llevarlo a ver las gallinas para escaquearme y poder salir a "echar un pitillo".
Tengo que subir por una escalera de mano, tosca y rudimentaria, que cruje y se tambalea con mi peso. Estoy convencido de que la fabricó mi difunto abuelo hace, por lo menos, cincuenta años. La mugre se pega a mis dedos y trato de no rozar ningún peldaño con las rodillas para salvar los pantalones. Cuando llego arriba y asomo la cabeza necesito unos segundos para habituarme a la penumbra.
—¡Mira Papá! —Noto como la ira me invade al ver el lamentable aspecto que presentan sus ropas estrenadas para la ocasión.
Nos encontramos en la casa familiar que vio nacer a mi padre. Cumpliendo con una de las dos comidas anuales. Tanto la vivienda como el resto de los edificios aledaños han sufrido diferentes obras y mejoras, sin embargo, este espacio ha sobrevivido intacto al paso de los años. Reconozco el desván, está igual que cuando mi primo, mi hermano y yo correteábamos por sus rincones ignorando el polvo y la suciedad, allá por los ochenta. El sol de invierno consigue atravesar unas ventanas, que el tiempo y el olvido han convertido en translúcidas, formando una fantasmagórica niebla de partículas en suspensión que juega con los recuerdos de otro siglo. El techo, en forma de uve invertida, es un entramado de vigas de roble que se retuercen y se combinan para sujetar las tejas.    
Al ver los ojos de mi hijo el enfado se disuelve como un terrón de azúcar en la leche. Comprendo que no puedo juzgarlo con mi mirada de adulto. Él aún mira a través del espejo de Alicia y acaba de descubrir un lugar maravilloso, plagado de tesoros por descubrir.
—Papá, ¿y esto qué es? —Interrumpe mis cavilaciones señalando un apero de labranza que consiste en cuatro tablas unidas en paralelo y en las cuales han incrustado un sinfín de piedras de sílex.
—Es la vieja trilladora —contesto con seguridad de autómata mientras termino de acceder a la buhardilla de un salto—. Ahora es veinticinco años más vieja. —Un pinchazo en la rodilla me recuerda que, en realidad, son treinta y cinco.
—¿Y para qué sirve?
—Para trillar… —respondo tratando de aparentar que sé de lo que hablo.
—¿Y esto qué es?
—Una yunta de bueyes, sirve para amarrar dos bueyes y que tiren de los aperos de labranza—. Explico, aliviado por dejar atrás el tema de la trilladora.
Mi hijo corretea y pregunta sin descanso el nombre y usos de los diferentes objetos que se esconden por allí, arruinando aún más sus ya maltrechas ropas. Yo, por mi parte, me explayo o desvío la atención en función de mis conocimientos. De repente, sin previo aviso, por culpa de alguna extraña conexión neuronal, un recuerdo que creía olvidado atraviesa mi mente. Sin disimular la excitación, avanzo por centro que, aun siendo la parte más alta, me obliga a caminar encorvado. Los tablones crujen y se arquean por mi peso. Siento que el niño salta detrás mío emocionado, intuyendo que va a ocurrir algo emocionante. Me detengo al final, a menos de un metro de la pared de piedra. Miro a los dos lados, aunque sé que lo que busco está en la derecha. Al quedarnos quietos el silencio nos muestra que no estamos solos y escuchamos como los habitantes del desván se escurren entre sus secretos. Avanzo hacia el rincón, la pendiente del techo me obliga a agacharme y recorro el último tramo de rodillas sin importarme lo que les pase a mis chinos. Con mi pelo engominado destrozo el laborioso trabajo de docenas de arañas. Mi hijo me sigue manteniendo un expectante silencio.
—¿Qué buscas, papá? —Me pregunta aprovechando un instante de duda.
—Un tesoro.
—¿Cómo el de los piratas? —Sus ojos no pueden estar más abiertos.
—No exactamente. Es algo que escondimos hace años.
Antes de retirar el saco vacío, doy unas palmas con la intención de espantar a posibles criaturas escondidas. Agarro la tela raída y la lanzo unos metros. La nube de polvo nos hace estornudar a los dos. Aún tengo que apartar un par de neumáticos antes de llegar a la caja de madera. Es un poco más grande que una de zapatos. Mientras abro la tapa y escucho el sonido de las pequeñas bisagras oxidadas, no puedo evitar preguntarme cómo hay reaccionar ante un mordisco de rata. Por fortuna, solo aparecen dos arañas que huyen asustadas.
—¡Cuidado papá! ¡Qué te pican!
Ignorando la advertencia me deshago de ellas de un par de manotazos.
—¡Aquí están! —exclamo al comprobar que siguen estando allí.
El niño asoma la cabeza por encima de mi hombro. Alarga la mano un tanto reticente, pero se decide por agarrar una y la observa minuciosamente manteniendo un silencio reverencial.
—¿Y esto qué es? —Me parece sentir un ligero tono de decepción.
—Son chapas de refrescos, mira—. Cojo una de ellas y la giro entre mis dedos. —Las conseguíamos en el bar, buscábamos las que no estuviesen demasiado dobladas. Aquí dentro les pegábamos las fotos de nuestros ciclistas favoritos—. Dedico un rato a buscar alguna cara reconocible, pero el tiempo las ha borrado.
—¿Y para qué sirven?
—Para jugar a las chapas.
—¡¿Para jugar?! —Sus pupilas se dilatan hasta un diámetro imposible—. ¿Me enseñas?
—Sí claro—. Coloco la que me parece que está en mejor estado sobre el suelo y, combinado el dedo gordo con el índice, golpeo a mi supuesto corredor que recorre unos dos metros dejando un surco en la mugre que cubre el piso.   
Mi hijo hace lo mismo, pero el suyo solo consigue avanzar medio metro paralelo al mío.
—¡Qué divertido! Hemos ganado los dos —afirma con rotundidad antes de volverse para buscar otra chapa.
Observo los dos caminos que me parecen una alegoría de la existencia. Una de las reglas del juego, era que no se podía retroceder. Al igual que en la vida, siempre había que avanzar hacia adelante.
—Hijo… —le digo aun sabiendo que no me escucha, está demasiado pendiente colocando otra de las chapas—. No tengas prisa por crecer, cuando quemas una etapa ya no vuelve nuca más.
Me ignora y continúa con lo suyo, al rato me mira y dice:
—Papá, ¿estás llorando?
—No, ¡qué va! —Miento y me sacudo el polvo de las manos nervioso—. Es que se me ha metido algo en los ojos.


Luis Ángel Fdez. de Betoño    
  

sábado, 11 de marzo de 2017

¿Estamos imponiéndonos una dictadura?

   Desde hace unos días se está produciendo en mi ciudad —Vitoria-Gasteiz— un intenso y encendido debate debido a un concurso, promocionado por una discoteca, llamado "Miss Colita Sexy". El evento premia con doscientos euros a la fémina que demuestre tener el trasero más atractivo y anima a participar a todas las mujeres. 
Personalmente opino que es un acto involutivo, ridículo y chabacano. Además, como padre de una niña preciosa, me daría un ictus si mi hija —en futuro, ya que aún es muy pequeña— decidiese participar en un acto semejante. Pienso lo mismo de las salas de "streptease", los concursos de misses y misters, calzoncillos mojados, etc...
Dicho esto, se me ponen los pelos de punta al ver que el gobierno municipal, que como todos sabemos está compuesto por políticos, vaya a PROHIBIR el susodicho concurso. Apoyado, además, por el resto de partidos y, como no, por los guardianes de la nueva moralidad basada en lo políticamente correcto. Aduciendo que es denigrante para la Mujer.
Alegar que censuran este espectáculo porque es denigrante para todas las mujeres es un acto de "mojigatismo" propio de otros tiempos y es algo en lo estarían de acuerdo: un cura, un imán, un integrante del famoso autobús y, esto es lo más curioso, un guardián de la corrección política. A veces tengo la sensación de que asistimos al nacimiento de una nueva religión. Puede parecer exagerado, pero los cuatro supuestos individuos que he citado tienen varias cosas en común: dogmas de fé o verdades absolutas; una supuesta superioridad moral; lenguaje propio; la necesidad de predicar —o imponer— sus creencias bajo el convencimiento de estar en posesión de la razón; la capacidad para utilizar el victimismo y la culpa de forma muy hábil; nula capacidad de autocrítica. Tampoco se puede razonar con ellos porque cuando les cuestionas alguna de sus ideas reaccionan de forma exagerada y agresiva. 
En definitiva, no se puede juzgar al colectivo femenino por el comportamiento de unas pocas. Si alguna mujer se apunta a este concurso lo hace de forma voluntaria y, si realmente se denigra a alguien, será a ella misma, aunque estoy seguro de que las concursantes —orgullosas de un trasero que les habrá costado cientos de horas de gimnasio—, no lo ven de esta forma. De la misma manera que yo no me siento humillado porque un "boy" se despelote delante de un grupo de féminas exaltadas celebrando una despedida de soltera. Es algo que yo jamás haría —tampoco tengo cuerpo para ello— ya que me parece ridículo, pero como dice el refrán: "Hay gente para todo". Denigrar es OBLIGAR a las personas a comportarse o a vestir de determinada manera, pero algo que se hace de forma libre y voluntaria, aunque sea estúpido, no es más que un ejercicio de libertad individual. 
La mejor forma de luchar contra este tipo de espectáculos —insisto en que no me parecen adecuados— es la más sencilla: no acudir y que no sea rentable promocionarlos. Pero otorgar al Poder la capacidad de prohibir es muy peligroso, ya que cuando conquista un espacio de libertad, no lo suele soltar. Yo, que ya tengo una cierta edad, tengo la sensación de que cada día tenemos menos libertad y que bajo los aparentemente inocentes y nobles verbos: "salvar y proteger" nos están imponiendo una sutil y férrea dictadura de la corrección política. No nos olvidemos que también quieren censurar canciones, obras de marionetas, y no se van a detener ahí, continuarán con las películas, los libros, la longitud de las prendas de ropa...



Luis Ángel Fdez. de Betoño

viernes, 10 de marzo de 2017

EL ESPÉCIMEN (Relato)

La senadora atravesó el umbral del laboratorio, sin reparar en los dos científicos, y con paso firme se plantó frente al cristal, que, con forma circular, mantenía al espécimen atrapado en su interior. Estaba desnudo, su cuerpo, plagado de cortes y cicatrices recientes, denotaba claros indicios de desnutrición. Llevaba puesto el casco virtual, caminaba pesadamente esquivando obstáculos invisibles, un láser infligía leves incisiones en sus castigadas piernas. La senadora dirigió su mirada a una de las pantallas, en ella se mostraba lo que estaba viendo la criatura en primera y en tercera persona: el ejemplar creía que se desplazaba por un bosque sin sendero, atravesando una zona cubierta de matorral espinoso. El otro monitor revelaba el estado físico del individuo. La mujer, después de estudiar unos segundos los marcadores de los biorritmos, se volvió hacia los dos biólogos que la miraban expectantes y con reverencia…
    —¿Qué tienen que decirme? —preguntó con la altanería despótica de quien ha nacido en la nobleza, sintiéndose superior.
     —Lo llamamos sujeto Alfa comenzó a explicar uno de ellos—. Pertenece al 9,87% de la población del planeta. Y tenemos malas noticias señora, no se rinden luchan hasta morir, incluso por encima de sus capacidades físicas teóricas.
     La senadora orientó sus orejas hacia su subordinado, en un claro gesto de no haber comprendido.
     —¡Explíquese!
    —Quiero decir que debería haber muerto unas treinta horas atrás, pero no comprendemos por qué continúa con vida. Sospechamos que cuando están fuertemente motivados son capaces de superar su propia biología y romper sus límites físicos.
      —¿Es eso posible? ¿Qué clase de motivación tiene ahora?
      —Está tratando de rescatar a su compañera y a su cría. Aunque se lo hemos puesto imposible, no le hemos dejado ningún resquicio y él lo sabe, pero a pesar de todo, continúa intentándolo.
      —Pero… eso es ilógico, ¿por qué no huye y busca otra fémina para procrear? Está claro que es un ejemplar formidable —al decir esto, la senadora estiró su magnífico y musculoso cuerpo, aumentado la diferencia de altura entre ella y los científicos, sin tratar de disimular el desprecio que sentía por ellos—, estoy segura de que hay muchas hembras humanas dispuestas a aparearse con él.
    —A eso nos referimos en el informe señora —dijo el de rango superior, agachando las orejas mostrando sumisión—. Un porcentaje de la población no se someterá jamás, no actúan por lógica, su parte sentimental se apodera de ellos, y además poseen el efecto contagio, la tendencia del resto de humanos, es la de seguirlos, se convierten en líderes, provocan devoción…
       —Ya, entiendo, nunca nos dejaran su planeta, no lograremos esclavizarlos y tendremos una guerra de baja intensidad continua. La única opción es aniquilarlos a todos, pero eso es absurdo.
     La senadora paseó lentamente rodeando la cabina ovalada, sin dejar de mirar al terrícola, meditando una importante decisión…
      —Está bien, creo que tienen razón, mejor nos olvidamos de este planeta, está claro que los inconvenientes superan a los beneficios.
        Dicho esto, golpeó los tacones en un gesto marcial y se dirigió a la puerta.
     —Señora —dijo el biólogo impidiendo que cruzara el umbral—. ¿Qué hacemos con el espécimen?
         Ella se giró de cintura para arriba y mirando al terrícola dijo:

      —Me lo voy a quedar, es interesante, enriquecerá mi colección privada, lástima que solo tenga dos piernas—. Mientras en su rostro se intuía una siniestra sonrisa.



Luis Ángel Fdez. de Betoño

jueves, 9 de marzo de 2017

EL INFIEL (Relato)

           Aparentemente soy un tipo que sale a correr, como tantos otros después de la jornada laboral. Me despido de mi mujer y mi hija vestido para la ocasión, zapatillas, mayas y camiseta. La noche artificial se cierne sobre la Estación Titán, lo hace a ritmo constante. La mayoría de los que vivimos aquí jamás hemos visto ningún atardecer natural, ni tan siquiera nuestros abuelos, pero no nos importa, en realidad estamos orgullosos de ello, nos aleja de nuestros eternos enemigos, los terrícolas.
         No logro evitar un angustioso sentimiento de culpa, especialmente por mi hija, aún es lo suficientemente pequeña para creer que su padre es una especie de súper-héroe. Pero no es cierto, soy humano, imperfecto y pecador, con deseos y anhelos incumplidos.
     La verdad es que no voy a correr, he recibido un mensaje de ella, indicándome que me espera en un nicho-hotel cercano a mi apartamento. La conocí en el trabajo, hace apenas dos meses, es una joven recién salida de la universidad, contratada en prácticas para el departamento que dirijo.
     Es más atractiva que guapa, especialmente cuando luce su espléndida sonrisa, aunque lo que más me gusta de ella, es su personalidad. Conectamos a la perfección desde el primer día; yo le explicaba el trabajo y el funcionamiento de la compañía, y ella escuchaba atentamente. Cuando me interrumpía, era para realizar alguna pregunta u observación inteligente.
      Antes de que pudiera darme cuenta, las conversaciones, que en un principio versaban sobre asuntos laborales, fueron derivando hacia temas personales, incluso íntimos. Inconscientemente, comencé a prolongar voluntariamente mi jornada, me costaba despedirme de ella, de su pasión por la vida, de sus planes, tal vez excesivamente ilusos, como corresponde a alguien joven que comienza a disfrutar de la libertad de un adulto.
    Nuestros cuerpos chocaban fortuitamente en demasiadas ocasiones, nuestros dedos se entrelazaban a la mínima ocasión, nuestras miradas hablaban su propio lenguaje. La besé por primera vez en el laboratorio, aprovechando la necesaria soledad que necesitaba el experimento. Fue un acto instintivo, temerario, aún me sorprendo por mi osadía. Pero ella respondió con pasión furiosa, atrapándome, apretándose contra mí, no deseábamos separarnos, perdimos la noción del tiempo y del espacio, casi nos descubren.
     Durante los tres días posteriores, traté de evitarla, arrepentido, avergonzado por mi comportamiento. Ella me dijo, sin que yo le explicara nada, que lo entendía y que me respetaba. Pero finalmente la pasión y el deseo que siento por ella vencieron mi resistencia, y una mañana le propuse salir a pasear por los jardines del disco seis, conocedor de que ella vive allí. Me sugirió que pasara a recogerla por su apartamento.
        Reconozco, que estuve unos diez minutos en el pasillo que llevaba a su puerta, sabedor, de que en realidad no íbamos a salir a caminar a ningún sitio. Especulé con la idea de rechazarla amablemente y quedar como amigos. Pero ni yo mismo me lo creía, la deseaba con todas mis fuerzas, ansiaba acariciarla, recorrer toda su anatomía, descubrir sus fantasías, sus secretos…
       Cuanto apreté el timbre de su puerta, temblaba como un niño instantes antes de cometer una travesura, sabía que estaba obrando mal, aunque, por otro lado, me sentía rejuvenecer, la sangre volvía a correr por mis venas. No quiero disculparme ni justificarme, pero mi mujer ya no mostraba ningún interés por mí, estoy convencido de que las pocas veces que hacíamos el amor, era para mi esposa, una especie de tarea doméstica, algo mecánico, carente de toda fogosidad.
     Al abrir la puerta me indicó que pasara, que aún no estaba lista, su apartamento olía a sándalo, un sensual holograma inundaba la estancia acompañado de una música suave e instrumental. Me dejé llevar y sobre su sofá terminamos lo que habíamos dejado a medias en el laboratorio…

       Salgo del ascensor y recorro en unos dos minutos los escasos seiscientos metros que me separan del hotel. Busco el número que me ha indicado y, con una creciente excitación, aprieto el botón de llamada. Tras cruzar el umbral necesito unos instantes para que mis ojos se adecúen a la escasa iluminación rojiza que se desparrama por los rincones. La estancia es pequeña, como corresponde a este tipo de alojamiento, dos metros de ancho por cuatro de largo, percibo como los pelos de mi cabeza rozan el techo, a mi derecha está el cuarto de baño.
Ella, enfundada en un ajustado vestido negro, está sobre la cama desplegable, apoyada sobre uno de sus codos, me sonríe, en su rostro se dibujan esos característicos hoyuelos que tanto me atraen. Me indica que me acerque, al sentarme en la alcoba intento quitarme las zapatillas, pero no lo consigo. Se abalanza sobre mí, yo cedo a su presión y me quedo tumbado apoyado sobre mi espalda. Sus manos me buscan y me encuentran totalmente erecto, siempre me ocurre en su presencia, un simple roce de ella es suficiente para encenderme. Siento una terrible presión, incluso me duele, noto cada fibra del músculo.
Me olvido de todo, nuestras lenguas se entrelazan en un beso interminable, ella está encima, totalmente preparada para mí, y no me refiero solo a que no lleve ropa interior. Encajamos a la perfección, su cálida humedad me envuelve, nuestros cuerpos se entrelazan, tengo la sensación de que nuestras terminaciones nerviosas conectan entre ellas. Baila sobre mí, yo entro en un nirvana de contenida excitación, me concentro en su placer, me olvido de todo y los remordimientos se disuelven. De alguna forma mágica, sé lo que tengo que hacer, sigo el ritmo de sus caderas, mientras mis manos buscan sus pechos bajo la tela. Danzamos al mismo ritmo, disfruto de sus orgasmos, saboreando un exquisito placer dominado.
Cuando está agotada cae sobre mi pecho y me coloco sobre ella. Me anima, me susurra frases increíbles que elevan mi autoestima masculina, ahora es su pelvis la que sigue la cadencia que le marco. Dejo escapar la tensión contenida, me vuelvo salvaje, irracional, hasta que exploto y me derramo en su interior, ella absorbe mi energía, la disfruta y culmina una vez más junto a mí.
Nos miramos en silencio, abrazados, disfrutando del momento, saboreo cada segundo que gasto a su lado. Hasta que la imagen de mi niña atraviesa mi mente como un destello, y el sentimiento de culpa, la losa del pecador hunde mi alma. Me siento miserable, quiero decirle que no nos podemos volver a ver, pero no lo consigo; porque no es cierto, la deseo, la necesito, solo pienso en ella, es algo maravilloso y doloroso, estoy atrapado en una descarnada batalla entre mente y corazón…
—¿Ya te tienes que marchar? —me pregunta compungida al observar la transformación de mi rostro en una máscara de mármol.
—Sí, lo siento, me gustaría quedarme, pero sabes que no puedo.
Contemplo su sonrisa y su expresión de cálida complicidad.
—Venga, márchate, tienes que ir con tu familia —me susurra tras un dulce beso.
Me visto con rapidez, en realidad, solo tengo que subirme el pantalón. Me despido y corro hacia mi rutina, hacia mi mentira, hacia la seguridad, hacia mi cárcel sin rejas…  
             




Luis Ángel Fernández de Betoño 

martes, 7 de marzo de 2017

LUCHADORA (Relato)




   Ya sé que no es el lugar más romántico del mundo, ni tan siquiera es bonito. Además, era una noche de marzo sin estrellas, sin lluvia, sin nada más que las luces de Madrid. Pero fue allí, en la T4, frente al control de pasajeros.      
   Allí estaba ella, aguantándose las lágrimas, sola, en un país extranjero, contemplando como su hermana atravesaba el arco de seguridad.     
   Sujetaba un bolso enorme que yo sabía que era su única posesión. La crisis había barrido su negocio, años de esfuerzo, ilusiones, planes… Pero no a ella, se mantenía firme, insultantemente segura, desafiante. En aquel momento la admiré como jamás lo había hecho con nadie, me sentí pequeño, ridículo por mis miedos y preocupaciones. Sí, fue allí cuando decidí que deseaba pasar el resto de mi vida con ella, consciente de que, en realidad, no me merecía una mujer así y comprendí la suerte que tenía de haberla conocido.
  Yo mantenía un discreto segundo plano cuando volvió a reparar en mí. Entonces, forzando una sonrisa, me dijo:
   —Ya todo va a volver a estar bien, no te preocupes.
  Su mundo se desmoronaba y, a pesar de todo, trataba de calmarme. Así que me adelanté y la abracé con todas mis fuerzas, porque… ¿Qué otra cosa podía hacer sino amarla?



Luis Ángel Fdez. de Betoño