Prólogo
París,
viernes 28 de junio de 2019.
Adrien Feraud entra con su moto BMW en el Boulevard Richard Wallace y reduce la velocidad. Viendo la inmensa cantidad de árboles y zonas verdes que hay alrededor, cuesta creer que se encuentre en París. Busca una villa que conoce por fotografías y por los numerosos informes que existen sobre ella. Vuelve a mirar por el retrovisor.
No le sigue nadie.
Ha dado un rodeo de cuarenta
minutos. Que un agente de la DGSE (Dirección General de Seguridad Exterior)
acuda a la casa de uno de los mayores traficantes de armas europeo puede
considerarse sospechoso.
De hecho, lo es.
Sin embargo, no ha podido
negarse. La llamada de Dean Benner ha sido extraña y poco protocolaria. La voz
del mafioso sonaba angustiada, un tanto desesperada. Le ha suplicado (o
exigido, no lo tiene claro) que acuda a su casa esa misma tarde.
«Lo que hay que hacer por la
patria».
Dean Benner no solo es uno de los
informadores más fiables del servicio francés de Inteligencia, también
suministra armas en Siria e Iraq a las guerrillas afines al gobierno galo. Se
trata de un importante peón en la lucha contra el terrorismo integrista; por
eso goza de inmunidad, aunque sea extraoficial.
El agente Feraud frena ante una
verja metálica, aprieta el botón del videoportero, mira a la cámara y se
levanta el frontal abatible del casco para mostrar el rostro. Segundos después
la puerta se abre emitiendo un sonido que recuerda al canto de una cigarra. Avanza
con su F-800 y recorre cincuenta metros por un camino asfaltado hasta la
puerta. Se detiene frente a la vivienda. Es una mansión innovadora que juega
con los tonos grises y blancos, rodeada por un cuidado jardín plagado de
plantas que Adrien no es capaz de reconocer. Apaga el contacto, saca la pata de
la moto y se apea. Al quitarse el casco, mueve la cabeza y se atusa el pelo. A
sus cuarenta y siete años luce una hermosa cabellera teñida de rubio castaño.
Se baja la cremallera de la cazadora motera y se ajusta el vaquero con
refuerzos de kevlar. Hace calor; no obstante, le gusta ir equipado cuando se
desplaza sobre dos ruedas.
Uno de los gorilas de Dean Benner
sale a recibirlo. Se trata de un musculoso sujeto de metro noventa, calvo y con
cara de pocos amigos. No es la primera vez que se cruza con él, aunque no
recuerda su nombre. Viste camisa blanca, chinos y un arma bajo la axila.
También luce un labio partido y un horrible chichón en la frente. Le hace un
gesto para que lo acompañe. El agente Feraud lo sigue y atraviesan el umbral.
El recibidor es dos veces más grande que el apartamento del agente. Es una
construcción moderna con enormes ventanales donde la luz del recién estrenado
verano campa a sus anchas. Caminan hacia unas escaleras que ascienden a la
primera planta formando una curva hacia la izquierda. Adrien observa la ornamentación
mientras sube los escalones detrás del hombre de Benner. Estatuas, cuadros,
armaduras, jarrones y objetos de diversa índole invaden la mansión formando una
alianza entre el dinero y el mal gusto que logra arruinar el aspecto de una residencia
de más de diez millones de euros. Por fortuna, la primera planta apenas está
decorada. Forma un semicírculo con una sala de uso indeterminado y las
habitaciones a la derecha.
El matón abre una de las puertas
y le indica que pase, Adrien obedece. Una cortina oscura limita la entrada de
luz. Por eso, el agente Feraud necesita un par de segundos para reconocer la
imagen que se muestra ante él: Dean Benner está postrado en una cama de
hospital unido a un gotero. A un lado encuentra la maquinaria médica que
monitoriza el estado del paciente; sentada en una silla, lo vigila una
enfermera vestida con un uniforme que recuerda a los que se usaban a mediados
del siglo pasado, incluyendo la cofia. Rubia, de ojos azules y belleza simple.
En un lateral, junto a la ventana, se encuentra recostado en un sofá otro de
los guardaespaldas del mafioso.
Al ver a Adrien, se incorpora.
—Buenas tardes, agente Feraud.
Gracias por venir —saluda Dean Benner con voz gastada—. Como puedes observar, a
mí me resulta imposible moverme de aquí.
—Buenas tardes.
Adrien se acerca al borde de la
cama. El traficante de armas está muy demacrado: tiene la piel apergaminada y la
nariz inflamada, teñida de un horrible color azulado, termina por estropearle
el rostro. Viste un pijama de seda azul y la sábana le llega hasta el ombligo. Desde
esa posición puede ver la escasa mata de pelo que le cubre la cabeza. El agente
del DGSE pasa los dedos por su espesa cabellera, convencido de que, aunque es
dos años más viejo que Dean Benner, parece mucho más joven.
La vanidad le hace sentirse superior
y le da confianza.
—Espero que no sea muy grave
—dice. No está seguro de que Benner quiera contarle lo ocurrido. Pero, por su
posición y movimientos, es evidente que sufre algún tipo de herida por la zona
del abdomen.
—Me recuperaré, no te preocupes.
No te quedarás sin aliado. —Los ojos de Benner se posan en los de Adrien y no
logra reprimir un gesto de dolor.
«No habrá tomado los calmantes para
hablar conmigo con la mente despejada», deduce el agente del DGSE.
—Mía, ¿te importa dejarnos a solas?
—Por supuesto que no —contesta la
enfermera manteniendo una estúpida sonrisa.
Se levanta y abandona la estancia
con rapidez.
Adrien se pregunta si existe
alguna escuela de Enfermería especializada en surtir de personal a mafiosos de
mal gusto.
—Necesito que localices a una
persona —suelta Benner tajante. Parece que no está de humor para dar rienda
suelta a sus habituales fanfarronadas.
El agente Adrien Feraud lo
agradece.
—¿De quién se trata?
El matón del sofá, obedeciendo a un
gesto de su jefe, se acerca con una tablet en la mano y se la ofrece.
Adrien pulsa el play. Un vídeo sin sonido comienza a reproducirse y lo
mira con detenimiento.
Pasan dieciocho minutos según el
contador digital de la grabación, que está editada y contiene varios trozos
cortados, a pesar de los cuales la secuencia de hechos se comprende a la
perfección. No obstante, el agente del DGSE apenas puede creer lo que acaba de
ver.
Lo vuelve a reproducir: los números digitales
marcan las dos treinta y cinco de la madrugada del día veintisiete de junio.
«Han pasado cuarenta horas»,
calcula.
Un Ferrari F40 estaciona frente a
la puerta principal. Un Audi A6 se detiene detrás. Del deportivo italiano
descienden Benner y una espectacular morena embutida en un diminuto vestido de color
crema con una chaqueta negra en la mano. Los dos guardaespaldas se bajan de la
berlina alemana. Entran en la casa y el traficante de armas la lleva
directamente a la primera planta. Detiene la imagen y la amplía. Consigue un
buen plano del rostro de la joven. Lo estudia con cuidado tratando de recordar
lo aprendido en los cursos de Fisionomía y Morfopsicología. Jamás ha
visto esa cara. Vuelve a ponerlo en marcha. Dean y la chica entran en una
habitación. Los dos gorilas se quedan en el salón. Se produce un corte y uno de
ellos desaparece tras una puerta. El reloj indica que ha pasado unos siete
minutos.
—Me entró el hambre y fui a la
cocina —dice un tanto avergonzado el calvo del labio partido, que se ha
acercado para mirar la pantalla.
Dean Benner le dedica una mirada
de odio. El guardaespaldas agacha la cabeza.
Adrien vuelve a las imágenes. Ahora
el otro matón se pone nervioso y sube las escaleras a la carrera.
Desaparece tras la puerta.
El segundo hombre abandona la
cocina corriendo, realiza el mismo recorrido que su compañero y entra en la
habitación.
Se produce otro corte.
La puerta se vuelve a abrir.
Adrien mira los números de la grabación que indican la hora: calcula dieciséis
minutos. La chica sale con los zapatos de tacón en una mano, la chaqueta puesta
y una bolsa de cuero marrón colgando de su espalda. Su vestido crema se
encuentra empapado de sangre. Abandona la mansión dando grandes zancadas y se
monta en el Ferrari. Lo arranca. Se le cala en el primer intento, aunque logra
ponerlo en movimiento y abandona la finca.
—¿Quién es la chica?
—No lo sé. Una zorra que conocí
en el Vip Room.
—¿Qué se llevó? —pregunta el
agente Feraud a Benner.
—Medio millón.
—¿Solo dinero? ¿Documentos?
¿Alguna prueba que pueda relacionarnos?
—No, nada de eso. Tan solo los
quinientos mil. ¿Te parece poco? —replica Benner un tanto fastidiado—. ¿Qué
estás insinuando?
—¿Cómo sabes que no era una
agente extranjera en busca de información?
¿Era francesa?
—No, me dijo que era venezolana.
Pero te aseguro que tan solo era una puta —sisea Benner cada vez más irritado.
Hace el amago de incorporarse y una mueca de dolor se instala en su rostro.
Desiste.
—¿Me estás diciendo que una
prostituta (a Adrien le gusta cuidar el lenguaje) de unos cincuenta kilos de
peso ha noqueado a tus dos guardaespaldas, además de dejarte a ti malherido?
Los tres hombres lo miran
furiosos. En sus ojos hay odio, humillación y deseos de venganza. Adrien siente
miedo; es posible que haya hablado demasiado. La condición de agente del DGSE
le otorga protección, pero se trata de tres machos con tendencias homicidas
humillados por una jovencita.
No conviene tentar así a la
suerte.
—Te repito que solo era una zorra
que robó el dinero de la caja fuerte. ¿Me crees tan estúpido de guardar
documentos que puedan relacionarme con el Servicio Secreto? —le espeta Benner
sin disimular su enojo—. Tú localízala. Nosotros nos encargamos.
El agente Feraud duda. La forma
de actuar y que afirme ser venezolana le suena a agente rusa.
—Nos pilló desprevenidos —asevera
el calvo del labio partido con una voz ronca, gutural.
Su jefe lo mira con odio y él retrocede.
Después clava sus duros ojos azules en el otro, que baja vista al suelo. La tensión
de la habitación sube hasta niveles asfixiantes. Al agente del DGSE se le
ocurren varias frases ingeniosas acerca de la profesionalidad de los matones.
Se abstiene de decirlas.
—La encontraré, no te preocupes
—interviene Adrien Feraud tratando de calmar los ánimos. No le gustaría estar
en el pellejo de la mujer cuando la atrapen. Extrae una libreta y un bolígrafo
del interior de su chaqueta motera—. ¿Cómo se llama la chica?
—Gabriela, o eso me dijo.
Adrien lo escribe. Lo más
probable es que sea falso, aunque lo anota igualmente.
—Necesito los números de teléfono
de todos los que estabais aquí esa noche. Para descartarlos. Así podré aislar
el de nuestro objetivo.
Se los dicen.
—El Ferrari posee un localizador
—añade Benner—. Lo encontramos al día siguiente estacionado en el distrito
cinco. Aquí tienes el recorrido que hizo y una copia del vídeo que te acabamos
de mostrar. —Agarra un USB que tiene sobre la mesilla y se lo entrega. El gesto
le produce dolor.
—Perfecto. —Adrien guarda la
memoria digital en el bolsillo—. Me pondré con ello de inmediato. Te llamo esta
misma tarde para informarte de lo que averigüe.
—Gracias, amigo —dice Benner—. Te debo una. Confío en tu discreción, no deseo que esto se sepa.
—La tendrás, no te preocupes —afirma el agente Feraud sin saber si va a poder cumplir su palabra. Si se trata de una agente del FSB ruso, deberá informar a sus superiores.
Minutos después abandona la
mansión para dirigirse a la oficina.
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