Prólogo
Marte, 42 de
abril del año 194.
Los dos turistas desayunan en la plaza
Marte, situada en el lado oeste de la ciudad de Marina, capital del planeta
rojo. Contemplan extasiados el cielo, que puede verse a través de la mayor
cúpula de alucristal del Sistema
Solar. El resto de la metrópoli se extiende como un gigantesco hormiguero por
las grutas que se encuentran bajo el subsuelo del cañón Coprates Chasma.
—Este zumo está
delicioso, ¿no te parece? —comenta la mujer.
—He de reconocer que sí
—contesta el hombre—. Supongo que las naranjas son oriundas de Marte.
—Supones bien. La agricultura
marciana es excelente—. Ella le agarra la mano—. Vamos, dime que es genial, que
lo estás pasando bien.
—Claro que sí, cariño.
Me alegro de que me hayas arrastrado hasta este maravilloso planeta.
Él acerca sus labios a
los de ella y se dan un largo beso. Los dos parecen rondar los treinta años,
aunque siendo colonos es posible que superen los cincuenta. La longevidad de
los ciudadanos de La Federación alcanza con facilidad las quince décadas.
—Si te soy sincero,
ayer quedé maravillado con el monte Olimpo. Jamás pensé que fuera tan imponente.
La camarera se acerca.
Es una marciana de un metro treinta y cinco, ojos azul intenso y su cabello
color óxido parece flotar sobre la poca gravedad del planeta.
—¿Quieren un poco más
de jugo? —pregunta mientras agarra la jarra con la mano derecha; con la otra,
sujeta la bandeja.
Su sonrisa es hermosa.
La pareja asiente y le
ofrece sus vasos para que los rellene. Después se aleja; sus gráciles
movimientos transmiten sensualidad.
Él no la pierde de
vista.
La colona sonríe.
—Son guapas las
marcianas, ¿verdad?
—Un poco pequeñas, para
mi gusto —dice el hombre tratando de hacerse el despistado.
La pareja bebe en
silencio.
—Estoy segura de que es
una neo.
Él se encoge de
hombros.
—Ni idea, ni tan
siquiera sé cuál es la diferencia.
—Pensaba que te habías
leído el folleto —lo regaña con cariño, como si fuese una profesora de
primaria—. Los neos y los homos son los dos tipos de marcianos que
existen. Cuando los primeros humanos llegaron a Marte no tenían nanotrajes ni sabían controlar la
gravedad, y sus escudos magnéticos eran demasiado débiles. Por ese motivo, en
las primeras décadas, la tasa de mortalidad fue muy elevada.
—Tenía entendido que
sus cuerpos se habían adaptado al planeta con sorprendente rapidez —interrumpe el
hombre.
—Eso es cierto. Pero
fue porque atiborraron de fármacos a las mujeres gestantes y a los niños
nacidos en los primeros años para forzar adaptaciones eficaces al nuevo entorno:
cuerpos más pequeños para facilitar la circulación sanguínea en baja gravedad,
ojos mejor adaptados a un entorno más oscuro y una piel que no necesitase su
dosis de radiación solar. No obstante, a pesar de los medicamentos, muchos
bebés nacían con deformaciones horribles. Por eso, la mayoría decidió modificar
genéticamente sus embriones, para acelerar el proceso de adaptación al medio.
Sin embargo, una facción de ellos se negó a la alteración genética y concluyeron
que la naturaleza siguiera su curso con las mínimas interferencias humanas. Por
eso hay dos tipos: los neos, que son
los que decidieron modificarse, y los homos,
la minoría que se decantó por la no intervención.
—No entiendo a los homos.
¿Quién se arriesga a que su hijo pueda nacer deforme?
—Por lo visto, debían de ser seguidores de
alguna religión de esas que aún hoy persisten en la Tierra.
—La Tierra, ¡menudo
agujero infecto! Sales huyendo de ella y pretendes reproducir lo mismo en otro
planeta. Definitivamente, estoy con los neos.
—La primera persona que
pisó Marte, una mujer llamada Ágata, lo hizo en el 2031. Han pasado —la colona
eleva los ojos para realizar la cuenta mental—, trescientos sesenta y cinco
años estándar. La Tierra era un lugar muy distinto, los homos solo pretendían expandir su religión por el Sistema Solar.
—Lo de la Tierra se
veía venir hace siglos, por eso se largaron de allí. Lo mismo que nuestros
abuelos, y menos mal que lo hicieron, nunca estaremos lo suficientemente
agradecidos.
La camarera pasa por
delante de ellos y el colono interrumpe su discurso. Ella lo mira y sonríe.
Se producen cinco
segundos de silencio.
—42 de abril del 194.
Esto sí que es raro, ¿no te parece? —comenta él para romper el momento de
tensión.
—No especialmente. ¿Tampoco
te has mirado el calendario marciano?
Él
pone cara de niño bueno; la conoce y sabe que le gusta explicar todo.
—Lo único que sé es que
las horas son un poco más largas, aunque no me lo ha parecido.
La colona se acomoda un
poco mejor en la silla.
—El día marciano es ligeramente
más extenso que el día estándar, casi cuarenta minutos. Por eso, al dividirlo
entre veinticuatro, la hora es un tres por ciento más larga. Es tan poco que ni
lo notamos. Lo que cambia mucho es el año marciano, 686,98 días terrícolas. O
668,5991 días marcianos. En su día decidieron dividirlo por los doce meses que
todos conocemos, de tal forma que en los años pares los primeros ocho meses
tienen cincuenta y seis días marcianos y los últimos cuatro cincuenta y cinco.
Compensan el medio día que les falta en los años impares, le suman un día más a
septiembre.
—Y cada veinticuatro
años tienen que ajustar un día —añade él mostrando una perfecta hilera de
dientes blancos.
—¡Eh! —Ella lo golpea
en el hombro—. Así que te lo sabes. ¿Por qué me haces explicártelo?
—Porque me pone
cachondo que te pongas en plan profesora.
Los dos ríen.
—¿Desean algo más? —los
interrumpe la camarera.
—No, gracias —contesta
la colona.
La marciana se aleja
contoneando sus caderas. Él no pierde detalle de sus curvas. Al girarse
descubre a su mujer con la vista clavada en sus ojos.
—¿Hay algo más que te
ponga cachondo?
—No sé a qué te
refieres.
—No te hagas el tonto.
Casi se te salen los ojos de las órbitas. —A pesar de todo, no parece molesta;
incluso, sonríe.
—No es eso, pensaba en
los androides.
—¿En los androides?
—Apoya los codos en la mesa y centra toda su atención en su marido. Parece
divertirse—. Así que un hermoso culo marciano se pasea delante de ti, ¿y tú
piensas en los androides? Explícamelo.
—Sí, me preguntaba por
qué no ponen androides para realizar estos trabajos. En La Federación no hay
camareros humanos, son los avaboots
los que se encargan de este tipo de tareas, y eso que son mucho menos avanzados
que los que tienen aquí. ¿Te has fijado? Cuesta distinguirlos.
Ella reflexiona un
momento, decide concederle una tregua.
—Eso es porque su
economía está menos desarrollada que la nuestra. Mucha gente perdería su empleo
si les permitieran trabajar.
—¿Qué más da? Podrían
cobrar impuestos a los androides y con eso garantizar una renta a los que
pierdan su trabajo.
—No quieren, eso va en
contra de su filosofía. Consideran que de esa forma se debilitarían, que se volverían
ociosos y frágiles.
—O no. Esa gente podría
estudiar y volverse más productiva.
—Es posible que tengas
razón, no te lo discuto, pero ellos no lo ven así. De todas formas, fíjate en
nosotros: en La Federación no están permitidos, ni tan siquiera como producto
doméstico. Tenemos miedo de que, al ser tan parecidos a los humanos, terminen
por alterar el funcionamiento de la sociedad.
—Esa es la versión oficial,
pero todo el mundo sabe que los prohibieron porque los fabrican en Plutón y, en
la actualidad, es nuestro mayor enemigo. He oído que incluso los han intentado
replicar y no lo han logrado. Los expertos federales en inteligencia artificial
no comprenden el funcionamiento de sus cerebros electrónicos.
—Yo he oído que sus
cerebros no son totalmente artificiales, que tienen partes orgánicas. Por eso
no los pueden replicar, porque sería ilegal.
El hombre se encoge de
hombros. La camarera vuelve a pasar por delante y él la mira de reojo.
—He de reconocer que es
muy hermosa, las marcianas en general lo son. Ellos también, pero son tan
pequeñitos… —Agarra la mano de su marido y lo mira directamente a los ojos—. Te
propongo un trato.
—Dime.
—¿Qué te parece si nos
damos un paréntesis?
—¿Un paréntesis?
—Sí, se nota que te
gusta y estoy convencida de que le has hecho gracia.
El colono traga saliva,
va a decir algo, su mujer le pone dos dedos en la boca para que calle.
—No te culpo, sientes
curiosidad. A mí me pasa lo mismo, no te creas. Eso no significa que hayamos
dejado de amarnos. Estamos en un planeta desconocido y los marcianos son casi
otra especie. ¿Qué te parece? Nos vemos esta noche en el hotel, sin preguntas,
sin reproches…
—¿Lo dices en serio?
¿Te has vuelto loca?
—Vamos, no te hagas el
estrecho. Lo estás deseando.
—¿Y tú? ¿Qué vas a
hacer?
—Lo mismo, ¿qué te
crees? Me marcho y te quedas aquí, con ella.
—Pero acabas de decir
que son demasiado bajitos.
—Ese es mi problema, no
el tuyo. Además, ¿quién te ha dicho que vaya a probar con uno y no con una?
El hombre vuelve a
tragar saliva. Imágenes de su mujer con la camarera cruzan su mente, las
aparta, necesita pensar. Se revuelve en su silla. Se pregunta si es una trampa.
No, ella habla en serio. Siente una mezcla de celos, excitación y complicidad
con su mujer.
—Está bien —concede—.
Con una condición. Yo también tengo una fantasía.
Ella exhibe su mejor
sonrisa. Parece excitada.
—Dime, cariño. Me
encanta que hayamos alcanzado este punto de confianza.
—Quiero que otro día
nos lo montemos con una androide. De esas que se alquilan.
—¿Por qué no aprovechas
hoy para alquilarte un par de ellas?
—Puede que lo haga,
pero me gustaría hacerlo contigo.
Ella se ríe.
—Está bien. A mí
también me apetece; no obstante, has dicho «una», no es justo. Que sea «una» y «uno».
Él duda. Ha escuchado
que este tipo de pactos está de moda entre los turistas colonos que visitan el
planeta rojo. Aunque jamás pensó que su mujer le propondría algo así. Por otro
lado, Marte tiene fama de ser un lugar libertino y abierto a todo tipo
experiencias.
La colona le susurra
algo al oído.
—Está bien: trato hecho
—dice el ciudadano de La Federación—. Tenemos un acuerdo.
Los dos se dan la mano.
Ella le da un beso en los labios, se incorpora y agarra su bolso.
—¿Ya te vas?
—Claro, no quiero
estropearte el plan. —La colona señala con la cabeza a la camarera.
—Pero… ¿Qué hago? ¿Qué
le digo?
La mujer se agacha y se
apoya en el hombro de su marido.
—Pídele que te enseñe
la ciudad y a cambio la invitas a comer en un restaurante caro. No te
preocupes, le gustas. Las mujeres detectamos estas cosas. Da igual que vivamos
en un planeta inhóspito o en una gigantesca estación espacial.
Se da la vuelta,
esquiva las mesas y se despide de la camarera. Las dos féminas cruzan sus
miradas un instante y al colono le parece que se comunican algo, como si
tuvieran una especie de código secreto silencioso. La observa mientras se
aleja. El nanotraje se ajusta a su
cuerpo como un guante. Es hermosa, sin duda. Siente una punzada de celos y a
punto está de salir tras ella.
Se reprime, no quiere
parecer un estrecho.
Fabrica mentalmente una
conversación con la camarera y la llama alzando el brazo.
La marciana se acerca
con su inseparable bandeja sobre la mano izquierda, usa la otra para juguetear
con el cabello entre sus dedos.
Se detiene frente a él.
Su sonrisa es más sutil que antes.
El colono traga saliva,
intenta parecer calmado.
El rostro de ella cambia,
se robotiza. Su cuerpo sufre una convulsión y la bandeja cae al suelo. El
hombre observa cómo desciende junto con los tres vasos que lleva. No todos
estallan con el primer golpe, uno rebota dos veces antes de hacerse añicos. Le
parece que los movimientos son más lentos. Piensa que es por la baja gravedad
del planeta. Levanta la vista hacia la marciana, pero ya es demasiado tarde.
Ella salta sobre él y
de un mordisco le arranca media cara. Lo último que alcanza a ver es el rostro
de la marciana empapado en sangre. Después vuelve a sentir sus dientes, en la
garganta.