Prólogo
Martes,
9 de agosto de 2016
Allí
la tenía, arrodillada frente a él, en sus ojos se atisbaba el terror de quien
sabe que va a morir. El intenso aguacero veraniego lo empapaba todo. Jimmy
contemplaba la escena parapetado tras el cañón de su pistola, que sujetaba con
las dos manos y los brazos extendidos. Le parecía que no iba con él, como si
fuese el espectador de una película de serie B.
—No lo hagas —suplicó la jueza—. Aún estás a tiempo.
Necesitas ayuda, eres un enfermo.
—Si estoy loco es por tu culpa, maldita zorra.
—Pero fue Ruth la que te dejó, la que te puso los
cuernos.
—Eso es verdad, sin embargo, ¿quién dictó la
sentencia? Sabías que era una injusticia y aun así la firmaste. Total, solo soy
un hombre. ¿A quién le importa? Lo normal es que ella se quede con todo. ¿No?
—Tal vez tengas razón. Deberías haberla recurrido.
Últimamente revocan muchas de mis sentencias.
—No me lo creo, en el juzgado estabais todos contra
mí. Era evidente.
—¿Qué más quieres? Has recuperado tu casa —sollozó la
magistrada.
Jimmy meditó unos instantes. Observó que las gotas
golpeaban el metal del arma para luego resbalar por él formando diminutas
goteras. El viento arreciaba con fuerza jugando con la lluvia y las ramas de
los árboles. Debería estar nervioso, mas no era así, no le temblaba el pulso.
—¿Y qué hay de mi hijo? Lo he perdido, me mira como a
un extraño. En realidad, cree que su padre es el nuevo novio de Ruth, un tal
Jaime.
—Aún es muy pequeño. Ten paciencia y terminará por
reconocerte como su padre.
—Ya, ¿y quién me va a devolver estos años de su vida?
No lo estoy viendo crecer. Me estoy perdiendo lo más hermoso. Mientras tanto,
tú seguirás haciendo de las tuyas.
—No, te juro que no. Cambiaré.
—No te creo.
Acarició el gatillo. A esa distancia no podía fallar.
La mujer intuyó que iba a morir.
—¡Eres un delincuente! Lo supe nada más verte en el
juicio. Tengo que velar por los intereses del menor. ¿Es que no lo entiendes?
Los niños deben estar con sus madres.
—¿Los intereses del menor? No me hagas reír, lo único
que te importa es el beneficio de las madres. ¿Acaso es bueno separar a los
niños de sus padres? ¿Acaso es justo que solo pueda ver a mi hijo menos de
sesenta horas mensuales?
La jueza guardó silencio. Tenía el pelo empapado y por
su rostro corrían diminutos torrentes de agua. Su gesto cambió del miedo a la
ira.
—¡Acaso, acaso, acaso…! ¿Acaso no eres un delincuente?
—¡Yo nunca he hecho daño a nadie!
—¿Estás seguro? ¿Te crees que no sé lo que pasó en
Tenerife?
—¡Yo no hice…, fue Paco…! ¡Aquel cabrón lo merecía!
El sonido de la tormenta ahogaba sus gritos.
—¡Tú le ayudaste! ¡Fuiste su cómplice!
—¡Cállate, zorra!
Disparó.
Una, dos y hasta tres veces.
Sin embargo, las balas atravesaron el cuerpo de la
magistrada e impactaron contra el tronco seco que estaba tras ella.
—¡Eres un mierda! —La jueza comenzó a reírse a
carcajadas.
Jimmy se acercó y ella se fundió con los restos del
árbol caído.
Otra alucinación.
Se llevó las manos a la cabeza. Notó el cañón del arma
caliente sobre sus cabellos. Parecía que su mente volvía a recomponerse. Hacía
como dos horas y media que había abandonado Seo de Urgel. Al ver la tormenta,
decidió detener el vehículo en un área de descanso vacía, convencido de que el
ruido de la tempestad ocultaría el sonido de los disparos. De esta forma podría
probar la pistola y asegurase de que funcionaba perfectamente.
Introdujo el dedo en los tres agujeros. Era evidente
que funcionaba. Miró alrededor.
Nadie.
El día se oscurecía conforme aumentaba la borrasca.
Guardó la Star y buscó el
camino de vuelta al coche. Calculó que había recorrido unos quinientos metros.
Las costuras de su chubasquero empezaron a ceder y notó el frío del agua sobre
sus hombros. Decidió volver. El viento ululaba entre la arboleda retorciendo a
su antojo las ramas y arrancándoles las hojas sin piedad.
Cien metros después se detuvo al sentir que alguien
merodeaba a sus espaldas.
Se giró y escudriñó el follaje.
Nadie.
Sintió miedo. No estaba solo y percibía una presencia
extraña, no del todo humana. Le pareció que una sombra lo espiaba detrás de un
roble. Aferró el arma y corrió saltando entre las traicioneras zarzas. Cayó al
suelo clavándose varias espinas en las rodillas y las manos. Al incorporarse
observó por la visión periférica que la sombra se acercaba. El terror disparó
la adrenalina y comenzó una alocada carrera sin mirar atrás. El vehículo estaba
estacionado junto al quitamiedos de la carretera. Lo saltó y buscó las llaves.
El mando no funcionaba.
—Mierda —masculló—, se habrá mojado.
Apretó el botón y extrajo la llave. Por culpa del
temblor, le costó demasiado introducirla en la cerradura. Por entre el vaho de
los cristales podía ver que la sombra se aproximaba. Un olor a quemado asaltó
sus fosas nasales. Consiguió abrir la puerta. Entró, cerró y echó el seguro.
Arrancó el motor, metió primera y aceleró. Los doscientos caballos del BMW
empujaron las cuatro ruedas tractoras con demasiada fuerza y el control de
tracción tuvo que intervenir para mantener el vehículo en la trayectoria. Al
alejarse miró el retrovisor interior. La sombra había tomado forma humana. Era
un hombre de unos treinta años, totalmente empapado y con la camisa
parcialmente quemada mostrando la línea de sus pectorales. Su cuerpo se
incendió y emitió un grito animal.
—¡No puede ser! —exclamó Jimmy sollozando.
Lo había reconocido, a pesar de los años transcurridos
seguía igual, como si el tiempo no hubiera pasado para él.
—Joder, la Antorcha
Humana —murmuró entre lágrimas—. Tengo que terminar la misión antes de
que acabe majareta del todo.