Prólogo
Iskandar
terminó su último rezo en la soledad de su diminuto habitáculo dentro del
modesto nicho-hotel que había alquilado. Se vistió con un carísimo nano-traje propio de un
colono, metió el resto de sus pertenencias en una bolsa y se cubrió con un
abrigo largo. No debía despertar ninguna sospecha, y que un colono abandonara
ese antro era, cuanto menos, llamativo. Ensayó el acento y los gestos durante
cinco minutos más. Ya no había marcha atrás. Trató de disolver el miedo y los
nervios recordando los meses de preparación y lo mucho que odiaba a La
Federación. Esos malditos infieles tendrían hoy su merecido y él sería el
instrumento de Dios. Todos lo recordarían. Se imaginó entrando esa misma noche
en el paraíso y que, al llegar, sería aclamado por sus hermanos.
Abandonó el
edificio y, al salir al exterior, percibió cómo el traje aumentaba de peso para
simular la gravedad terrícola. Tras el desconcierto inicial, esto lo
reconfortó: en los tres días que llevaba en la Luna había sufrido cambios de
peso cada vez que salía o entraba en alguna edificación, dependiendo de si
poseía o no gravedad artificial. Elevó la vista para contemplar la inmensa
caverna donde se encontraba. Un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar que
estaba en el espacio y que, detrás de ese techo rocoso, se encontraba el gélido
vacío.
—¿Cómo se puede
vivir aquí? ¡Esto es obra del demonio! —murmuró en su idioma natal.
El reloj y la
iluminación atenuada le aseguraban que estaba anocheciendo. Guiado por el
sistema de orientación de sus lentillas digitales, se dirigió a la estación del
moderno magneto-tren que salvaba los cincuenta kilómetros de distancia entre
los dos mundos. Allí también se encontraba el control fronterizo de la zona
terrícola. Por el camino, entregó la bolsa con sus pertenencias a una mujer que
se encontraba con su hija en un improvisado refugio entre los huecos de la
caverna. Las dos tenían deformaciones horribles debido a la falta de gravedad.
En realidad, le costó decidirse entre la multitud de desgraciados que pululaban
a su alrededor. En esto no se diferenciaba demasiado de la Tierra o, por lo
menos, de todos los lugares que había conocido. Sin embargo, en la Luna, no
poder costearse un nano-traje y una vivienda con gravedad artificial suponía
una catástrofe para la salud.
—Todo es culpa
de La Federación y de los infieles que la habitan —pensó, recreándose en el
odio que fluía por sus venas.
Decidió
abandonar el chaquetón en un rincón cuando entró en la zona de ocio de la
colonia. Allí era habitual cruzarse con colonos que entraban y salían de los
diversos locales: casinos, burdeles, bares de copas, el estadio de combates de
avaboots… Comenzó a caminar de forma diferente, simulando la altanería de los
ciudadanos de La Federación. Rechazó diversos ofrecimientos de todo tipo:
drogas, mujeres, jovencitos, niños, niñas… En ese lugar, los colonos eran los
reyes.
Divisó la
frontera. Faltaban veinte minutos para la salida del próximo magneto-tren. Los
guardias eran selenitas terrícolas, así que cruzar este control sería
relativamente sencillo. El otro, en cambio, el que se encontraba en territorio
de La Federación, era infinitamente más seguro, pero a Iskandar no le
importaba, no necesitaba llegar tan lejos. Con disimulo, extrajo una cápsula de
uno de los bolsillos y se la introdujo en la boca, la mordió y un ligero amargor
inundó su paladar. Conforme se acercaba al puesto de control, los efectos de
los neurotransmisores de la droga comenzaban a surtir efecto: el miedo
desapareció por completo y una letal calma, como la que precede a un huracán,
recorrió su anatomía.
Su ensayado
acento y la documentación falsa le permitieron entrar en la estación sin
problemas. Pagó el billete y esperó en el andén mezclándose entre los colonos,
observando al enemigo, despreciándolo… Todos mostraban una estúpida
satisfacción en sus caras. Algunos, con claros síntomas de embriaguez, hablaban
alto y reían.
—Yo les borraré
sus risas —pensó mientras su mano acariciaba involuntariamente un pequeño bulto
que sobresalía en la parte baja de su espalda, dentro de su piel.
La estación
estaba acristalada. Se podía contemplar la hermosa desolación del desierto
lunar. Iskandar levantó la vista hacia el cielo tratando de hundir su mirada en
aquella asombrosa negrura, solo rota por los diminutos puntos brillantes de las
estrellas. Cerró los párpados tratando de fotografiar en su mente aquel hermoso
espectáculo. Una extraña corriente de aire lo sacó de sus cavilaciones. Giró la
cabeza en el mismo sentido que la multitud y observó un punto de luz que se
aproximaba por el túnel transparente. Se adelantó. Era importante elegir un
buen lugar. Se colocó la diadema y ordenó mentalmente a sus lentillas digitales
que le mostraran el programa con la estructura del vehículo. Consiguió entrar
de los primeros, pero no se sentó. Guiado por la realidad aumentada de las lentillas,
eligió un lugar que, aunque incómodo, era lo que necesitaba para la misión.
Una vez lleno,
el tren magnético comenzó a acelerar. Iskandar, apoyado contra el cristal del
primer vagón, activó el programa que controlaba la bomba alojada en su cuerpo.
Debía estallar a medio camino. En la simulación que las lentillas reflejaban en
sus retinas, unos números empezaron con la cuenta atrás. El terrícola comenzó a
perder aplomo. Su instinto de supervivencia decidió entablar una encarnizada
batalla contra sus convicciones y las drogas. Decidió tomarse otra cápsula y
ordenó a sus lentillas que le mostrasen textos del libro sagrado.
Cuando quedaban
cinco segundos para la detonación, rezó en voz alta los últimos versos
apretando su espalda contra el cristal. Los pasajeros lo miraron sorprendidos,
pero ya estaba hecho: nada podría detenerlo...